¿La estupidez es curable?
Es una larga discusión, en cuotas, que vengo llevando con innumerables interlocutores sobre el tema.
Todos tenemos un poco, nadie se salva del virus autoinmune de la Torpeza notable en comprender las cosas, que hace estragos entre los seres humanos.
Tuve un padre con cáncer de pulmón que fue operado y quimiointoxicado y seguía fumando a escondidas. ¿De qué murió?, preguntan a veces. De estupidez, respondo.
Yo mismo era un fumador constante y sonante, que sonreía simpático para enmendar las molestias del humo a mis circunstanciales acompañantes que padecían las toxinas de mis gozos pasivamente.
Yo probé con habanos, pipas, cigarrillos armados por mí, boquillas varias, dejé un tiempo y retomé con más compulsión, usé métodos y recursos propios y prestados, todos sin éxito.
Un día, antes de la muerte del viejo, tire el paquete de Camel, en un tacho de la sala de espera del sanatorio Mitre, y nunca más volví a envenenarme (con cigarrillos por lo menos).
La estupidez es inherente al ser humano, sin dudas. A veces, se nota más y esa evidencia es vergonzante. Pero como la soberbia acompaña a la estupidez, hacemos caso omiso a la tos, los resfríos, los olores, el asco, los consejos, las quejas, y seguimos igual.
Que muchos se hayan acostumbrado a intoxicarse en rueda de amigos, cumpleaños, reuniones, bares, es cosa de ellos. Masoquistas hay a montones. Ya no me banco el humo ajeno y casi siempre me he ido de los improvisados fumaderos en los que me encontraba.
Cuando salió la legislación para no fumar en lugares cerrados, apareció una nueva especie de individuos: los que desesperados se cagan de frío en invierno para fumarse un pucho en la vereda, o se amuchan en verano, peleando una sombra breve que los cobije mientras chupan apurados, transpirados.
Si me preguntan cómo se hace para dejar de fumar, les digo que con voluntad. La voluntad es una sola y se usa para muchas cosas. Es la misma que tuvo el Che Guevara para dejar los honores y mandarse a la selva; es la que tuvo Evita para vencer al dolor y trabajar hasta el desmayo; es la de Néstor y su trajín imparable; la de los compañeros de la Resistencia peronista, la de los 70; la que Cristina se pone cada mañana; la de todos nosotros.
Si tenemos tantos ejemplos del uso de la voluntad para lograr empresas difíciles, durísimas, mortales, como no usarla para salvarnos a nosotros, para preservar nuestras fuerzas, nuestra vida, para otros menesteres más agradables, para estar más enteros, más útiles para los nuestros, para el conjunto.
Y si alguno piensa que es una adicción jodida, y que no se puede largar así tan fácil, y que qué sé yo, y que no sé qué... es necesario recordar esos versos de Silvio Rodríguez que dicen: "Yo he preferido hablar de cosas imposibles porque de lo posible se sabe demasiado".
Daniel Mancuso
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