lunes, 21 de febrero de 2011

YO NO FUI



Lo macro está encarrilado, Cristina arrasa en octubre. Asi que, tenemos tiempo para analizar cuestiones menores... No, mejor digamos cuestiones menos urgentes... No, tampoco, a ver, cosas que a menudo pasamos por alto: nuestro comportamiento social, por ejemplo.

La ciudad tiene infinitas versiones, depende de quién la mire y cómo la recorra. La percepción de la realidad es diferente si estás sentado en un automovil premium de 100.000 dólares o a pata empujando un carrito cartonero.

La urgencia le ganó a lo necesario. Muy pocos tiene tiempo (y ganas) para ir de Once a Retiro caminando de contramano por avenida Rivadavia, avenida de Mayo, 9 de julio, Corrientes, Florida; o de Saaavedra a Colegiales, desandando toda la geografía de Cramer; o cualquier distancia que tenga más de 20, 30 cuadras, y uno sea el vehículo. Ni hablar de encontrarse con alguien para hablar nomás. Es difícil, no hay tiempo, y si no existe un lucro, una razón fundada, un motivo de peso, el encuentro se diluye en promesas nunca cumplidas.

Tenemos agarrado sólo un pedazo de la realidad, y ese pedazo está bastante recortado. Intentar ampliar nuestro horizonte existencial exige mucho esfuerzo, voluntad, y buena leche (esto último es lo que queremos las personas de bien, claro). Imaginarnos qué le pasa al otro, qué siente, implica un enorme trabajo de imaginación (y compromiso con el tiempo que nos toca).

Cada vez que regreso a mi casa, suspiro aliviado. No es el estrés ni la rutina, es una nube tóxica invisible que envuelve a las personas (no todas, por supuesto). Hay un aire enrarecido entre la gente, cierta desconfianza, un distanciamiento nocivo, islas flotantes en un mar de soledades.

Muchos auriculares, mucho mensaje de texto, miradas vacías y extraviadas. Las conversaciones son unipersonales, con otra voz que sale de un aparatito rectangular. El paisaje del subte o del colectivo es patético, casi siempre. ¿Cuántas veces te sonrió un extraño, una desconocida, de onda? ¿Cuántas caras largas registraste? ¿Quiénes ganan?

Viajemos, que de eso se trata vivir en una gran ciudad.

¿Cómo percibís la CABA si llegás en un tren, apretado y transpirado desde el conurbano, hasta Constitución, por ejemplo? Te bajás sin poder salir del cardumen, caminás casi 200 metros, casi en andas, hasta llegar al subte, y nuevamente apretado y transpirado, hasta el cielo chiquito del microcentro, las paredes enormes de los edificios, los motores rugientes y humeantes que se adueñan del cemento plano que intenta escapar hacia ningún lado, esquivando personas apuradas que van y vienen sin parar.

El señor que viene adentro de los vidrios polarizados viaja distendido, el aire acondicionado, la música suave, nadie lo ve hablando por celular, estacionando en doble fila, doblando donde no debe. Él no cumple las reglas. Él ve a los de afuera desencajados. Llega a destino, lo engulle un garaje indolente, y aparece triunfal saliendo del ascensor en el piso 17, sonrisa dibujada.

Yo los vi a todos desde mi bicicleta. Me crucé con decenas de peatones que cruzaron la calle después del último auto que pasó, y no me vieron venir rezagado en la onda verde. Tuve que esquivarlos cual bailarín eximio que le gana a la gravedad y a la inercia, mágicamente, y sigue su curso.

Yo los vi a los señores y a las señoras en sus carros oscuros Okm (de avanzada tecnología e identidades reservadas en prolijos anonimatos) cagarse en la prioridad del peaton y del ciclista, del que viene de la derecha, o el que intenta llegar incólume a la otra orilla, aunque el hombrecito blanco se lo permita, ellos pasan primero.

Yo los vi con mi hijita, urgido de esquivar sus apuros, compelido a recordar a sus madres. Los ví soberbios enseñándoles a sus hijos a bordo cómo se debe odiar a los peatones.

La calle es el teatro donde nos conocemos. Todos los conflictos se viven de primera mano, nadie mediatiza nuestras relaciones. Las miserias e insolidaridades más insignificantes las vivimos en vivo y en directo, y entonces dejan de ser pequeñas. Como una selva ordenada, ineluctable, salimos a enfrentarnos con las fieras, todos los días. Allí también hacemos política, o mejor dicho, en el ágora es donde se ven los pingos.

Cada vez que salimos a la calle aparece nuestro verdadero ser (el que se oculta al llegar a casa, sonríe a los chicos, mira la tele, o desdeña a su conyuge...). Afuera somos nosotros en plenitud, y sin estribos. No hablo de las complejas relaciones laborales, estudiantiles, turísticas, etcétera. Hablo del elemental "yo" en el mundo frente al otro. En esa batalla cotidiana, el destino no se dirime a los tiros, ni tratando de matar al otro; podemos elegir hacer nuestro aporte solidario a la sociedad en la que vivimos o ser pequeños predadores de nuestros circunstanciales próximos.

En parte, la solución es actitudinal y voluntaria. Y no es un tema menor, por el contrario, es bien importante. Eso también es luchar contra la inseguridad, evitar los accidentes con MUERTOS VIVOS , y hasta puede salvarnos de la DECEPCIÓN y otras yerbas malas. Cada granito de nuestra arena construye la justicia social, también.

Todo tiene que ver con todo. Tal vez, una lágrima, un dolor aquí, se conecte a través de algunos intermediarios con una sonrisa en Nueva York, ¿viste? Mientras sufrimos acá, allá se cagan de risa. Estamos conectados.

Algunos queremos romper la cadena, no ser eslabón de la infelicidad. No todas las conexiones son buenas, no todas la comunicaciones comunican. Para ello, no alcanza con la declamación, con las ideas... hay que pasar a la acción.

Stefano decía: La teoría e la prattica, Pastore...



Daniel Mancuso

1 comentario:

Anónimo dijo...

cuánta disociación entre lo que se dice y lo que se hace, cuántos "doble vida" sueltos en la ciudad, que bueno seria recomponer la vida y ser más coherente, mas humanos y solidarios.
saludos, Raúl P.

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