En su excelente análisis Danza con lobos de uniforme, el periodista Ricardo Ragendorfer devela la trama secreta de las policías argentinas.
«...la democratización de las fuerzas de seguridad es una deuda que el país mantiene desde el fin de la dictadura militar. Y este déficit explica en gran medida el autoritarismo existente en el conjunto de las agencias policiales que actúan a lo largo y ancho del territorio nacional»
- Parece que las reformas efectuadas por el Ministerio de Seguridad en la Policía Federal no cuentan con el beneplácito de algunos de sus caciques. De hecho, se sospecha que los graves incidentes del 20 de marzo en Liniers, antes y durante el partido entre Vélez y San Lorenzo –agravados por la muerte del hincha azulgrana Ramón Aramayo–, habrían sido fruto de una maniobra para marcar la cancha a las autoridades políticas de las que depende dicha fuerza.
- En la Biblioteca Nacional tuvo lugar el lanzamiento de la Mesa de PARTICIPACIÓN CIUDADANA EN SEGURIDAD, cuya función será la de evaluar el funcionamiento de las dependencias policiales y proponer medidas para aceitar su eficacia.
En su edición de ese mismo domingo, Miradas al Sur había revelado la existencia de un plan secreto de operaciones –urdido en la sombra por altos oficiales, tanto retirados como en actividad– con el propósito de restaurar los sagrados atributos del comisariato, suprimidos de un plumazo por la actual gestión ministerial. A ello se le sumó un verdadero golpe para la recaudación ilegal en las comisarías: el cambio de cúpulas en 48 de las 53 seccionales porteñas. De ese total, unas 36 tendrán nuevos titulares; 12 serán comandadas por jefes que provienen de otras comisarías y sólo cinco continuarán en sus cargos. Entre los desplazados, hay sospechosos de haber incurrido en casos de corrupción y apremios ilegales, además de otros que son investigados por la Justicia por diversos delitos. En resumidas cuentas, la medida es una muestra de que al menos esa fuerza deberá abdicar al autogobierno para subordinarse a su conducción política.
Paralelamente, en la mañana del martes se realizó la primera reunión del Consejo de Seguridad Interior (CSI), la cual contó con casi todos los ministros y secretarios provinciales del área. Su objetivo no era otro que el de sentar las bases de una política nacional al respecto. Todo un desafío, teniendo en cuenta la naturaleza dispar de las agencias policiales que actúan en el país y los diferentes criterios ideológicos de sus autoridades políticas.
La unidad nacional.
Al llegar al cuarto piso del Hotel NH City, en uno de cuyos salones estaba por comenzar la reunión del CSI, el ministro de Seguridad bonaerense, Ricardo Casal, se fundió en un caluroso abrazo con el jefe de la Policía Metropolitana, Eugenio Burzaco. Éste había acudido en representación del ministro de Seguridad porteño, Guillermo Montenegro, quien brilló en el evento por su ausencia.
Ambos funcionarios luego prestarían una fría atención a la ponencia de la ministra Garré.
En esa ocasión, ella abordó un temario que incluía, por caso, la aplicación de normas estrictas para preservar la escena de un crimen, también propuso intensificar la lucha contra delitos como la trata de personas y el narcotráfico, además de proponer un protocolo en común para actuar en la contención de protestas sociales; ello, entre otras medidas disuasivas, excluiría el uso de armas de fuego, tanto con balas de plomo como con postas de goma.
Tal cuestión fue la más debatida entre los presentes, por lo cual se dispuso incluir el asunto en la próxima reunión del CSI. Se trata –dicho sea de paso– de un organismo destinado a que los representantes de todas las provincias discutan propuestas y estrategias tendientes a reducir los índices del delito, pero sin una obligación por parte de sus integrantes de implementar lo que allí se resuelva.
Casal y Burzaco seguían prestando atención al debate en silencio. Y quizás en sus bajos perfiles haya existido una razón de peso. Es que en la gestión del primero y en el pasado del otro, anidan algunos pasajes polémicos de la lucha contra la inseguridad. Ya se sabe que Casal tiene a su cargo a la irredenta Bonaerense, en tanto que Burzaco, antes de recalar en la Metropolitana, tuvo roles relevantes en las policías de Neuquén y Mendoza, dos fuerzas estigmatizadas por sus elevados niveles de corrupción y trayectoria represiva.
Al respecto, no es una originalidad afirmar que la democratización de las fuerzas de seguridad es una deuda que el país mantiene desde el fin de la dictadura militar. Y este déficit explica en gran medida el autoritarismo existente en el conjunto de las agencias policiales que actúan a lo largo y ancho del territorio nacional.
Claro que no es menos alarmante el elevado índice de corrupción que subyace en ellas. Ni su irremediable raíz estructural. Porque es sabido que los uniformados hicieron de la recaudación ilegal su sistema de sobrevivencia.
Tampoco es un secreto que ello fue tolerado por todos los poderes del Estado. Y menos aún el hecho de que en ese modus operandi no hay ninguna excepción. Si bien la Bonaerense encabeza la lista de abusos y negocios policiales, lo cierto es que ninguna otra fuerza federal o provincial es ajena a tales prácticas. Aún así se puede trazar una línea divisoria entre las policías de los grandes centros urbanos arrasados por la desindustrialización y las que operan en provincias marcadas por un signo inequívocamente feudal. Una sencilla cuestión de paisaje.
Entre las primeras descollan las policías de Santa Fe, Córdoba y Mendoza. Esta provincia, por cierto, hace ya años se convirtió en la capital nacional de la Mano Dura. Basta recordar que durante el comienzo de la gestión del actual gobernador Celso Jaque, la seguridad estuvo en manos del ultraconservador ministro Juan Carlos Aguinaga, y del jefe policial Carlos Rico Tejeiro. Éste se vio obligado a renunciar al descubrirse su pasado como represor durante la última dictadura.
De distinto signo, pero no menos picantes, son las fuerzas policiales que actúan en provincias más pequeñas, como Catamarca y Santiago del Estero. Allí, por ejemplo, aún siguen en actividad funcionarios policiales que supieron forjar sus carreras bajo el ala del ex comisario Antonio Musa Azar.
En semejante mapa, la Policía de Neuquén se ubica en la mitad del camino. Ello tiene que ver con la naturaleza misma de esa provincia, en la que la prosperidad gasífera y petrolera constituye uno de sus rasgos distintivos, al igual que la exclusión social y un vasto segmento de habitantes sin vivienda ni acceso al agua y la tierra. Lo cierto es que en manos de los uniformados neuquinos todo delito tiene precio. Y, al mismo tiempo, dicha provincia también es un santuario del abuso policial. Sólo en 2006 hubo unas 530 denuncias al respecto, aunque la mayoría de ellas terminaron archivadas. Y a partir de 1993, el asesinato de civiles en manos de policías se incrementó de una manera alarmante. A ello debe sumarse la férrea determinación oficial de reprimir violentamente todo tipo de protesta social, aún a riesgo de causar la muerte de los manifestantes.
Ya se sabe que en 2007, fue acribillado el maestro Carlos Fuentealba. Ese crimen, cometido por el cabo primero José Darío Poblete, hizo que las características de la fuerza a la que pertenecía trascendieran en una escala nacional.
Sentar las bases de un proyecto de seguridad democrático es el gran objetivo de la gestión encabezada por Garré. Para ello no solamente deberá efectuar profundas transformaciones en las fuerzas a su cargo –Policía Federal, Gendarmería, Prefectura y Policía Aéroportuaria–, sino que, junto a la lucha frontal contra el delito en todas sus formas, también deberá lidiar contra los vicios y degeneraciones endémicas que desde la noche de los tiempos sacuden a las fuerzas policiales de las 23 provincias.
- Funcionarios como Casal y Burzaco eso bien lo saben.
Daniel Mancuso
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