Cuando mi viejo se bajó del barco, en 1949, llegaba a una argentina en ebullición que respiraba trabajo y transpiraba dignidad. El tano no tenía oficio alguno, y conocía poco, casi nada, sobre máquinas y herramientas. Sabía hacer canastos de mimbre y juntar leña en la montaña, pero nunca había visto un torno. La ciudad vibraba al compaz de la música metalica de los obreros. La fuente de la prosperidad de esos días arrojaba chorros de empleo y trabajos hacia todos los costados, y regaba las calles de dicha presente, de sueño futuro. Luego de algún tiempo y laburos menores (en un día consiguió y descartó 3 trabajos, en tres talleres diferentes), el viejo consiguió entrar a trabajar en el "FERROCARRIL".
Como muchos de sus compatriotas, recibió todos los beneficios sociales y laborales que tenía un trabajador argentino. Un técnico amigo le enseñó algunos secretos y fue capacitándose como soldador en la sección que se encargaba de reparar los frenos de las locomotoras.
Yo también tuve un viejo ferroviario. Él lucía con orgullo semejante experiencia, en cada conversación, en cada sobremesa. Cuando lo contaba, su rostro moreno se llenaba de sonrisas y recuerdos felices de una Argentina de trabajo, de deseos realizados.
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