viernes, 1 de agosto de 2008

PERROS

Un perro, otro perro, otro más. Una sinfonía disonante lo desvelaba cada noche. Sueño entrecortado entre perros lejanos que saludan a la madrugada. Un concierto de perros histéricos rechaza el paso de otros perros con sus dueños rumbo al parque de la otra cuadra. Los paseadores, rehenes de las correas, resisten estoicos los tironeos de infelices canes cuyos atareados dueños les pagan para entretenerlos un tiempo que ellos no tienen. ¿Para qué tienen mascotas si no pueden dedicarse a ellas?

Desde la reja de sus casas, desde las terrazas o balcones, y detrás de los portones: los intolerantes pichichos le comunican a los paseantes que no está permitido transitar por sus calles o veredas. Por supuesto, los aludidos canes (extranjeros de más de cinco cuadras de distancia) pasan de largo como si nada, indiferentes. Y semejante indiferencia merece un sonoro coro de repudio de todos los perros del vecindario.

O simplemente, cuando un desvelado collie empieza a ladrar quién sabe por qué, se suma al alboroto el dogo de enfrente, y luego el caniche de la vuelta, y así sucesivamente, hasta que todas las razas conocidas más las cruzas posibles, enrarecen el aire del barrio que se satura de sonoridades de todo tipo y tamaño, en una insoportable conjunción de quejidos, gruñidos, chillidos, gritos y aullidos ininterrumpidos. O lo que es peor, cuando pareciera que todo acabó, retoma con más fuerza el batifondo infernal quebrando el silencio de la tranquila mañana.

Recuerda: cuando era chico, a esa hora se escuchaba un gallo o dos, o a veces era el mismo que se repetía cada 10 minutos (como los despertadores modernos, que no dan tregua al sopor y suenan en cuotas, insistentes). Ya no quedan gallos en la ciudad, ni gallinas, ni pollitos. Solo perros. También se escuchaba el pito del tren allá a lo lejos, en la estación del ferrocarril y uno pensaba: que suerte, yo estoy aquí en la camita, calentito bajo las sábanas y frazadas mientras miles ya, fatigan la ciudad.

Barrunta: los perros lo enferman de fastidio, empieza uno y lo siguen decenas, ladrando descontrolados. No sería problema si fuera sólo a la mañana temprano, pero no, es a toda hora. Llegan a tapar el volumen de la radio o la televisión, justo cuando está escuchando algo importante. Entonces deja todo, sale a la terraza. Se asoma por la baranda y mira, recorre la calle buscando el motivo de tan escandalosa molestia y… nada … nada… ¿dónde mierda están los perros?, no los ve pero los escucha, están en las terrazas, los patios de sus amos, que son unos hijos de puta y sordos, ¿cómo pueden aguantar tamaño quilombo?

Esos hermosos cachorros que se ven en las vidrieras de alguna veterinaria, que mueven a la ternura profunda del alma sensible, se transforman paulatinamente en bestias domesticadas que cagan las veredas y senderos por doquier. Orinan árboles y paredes, puertas y canteros. Todo sitio público tiene perfume de perros. Olor penetrante y desagradable como sus dueños idiotas y cínicos, quienes miran para el lado contrario de las heces de sus animalitos. Esos mismos personajes hipócritas hablan de convivencia, de educación, mas son los que cada día ensucian con sus queridos fetiches los sitios que todos transitamos.

Mira desde su balcón. A veces, un viejita llena de achaques, encorvada, se detiene lenta a recoger los regalitos de su ovejero manso con una bolsita plástica y la guarda en su monedero gastado para llevarla a su casa y después tirarla. Una imagen inédita, digna de YouTube.


Él está indignado. ¿Por qué el mejor amigo del hombre boicotea la relación ancestral que lo une a la humanidad? Su presencia numerosa y descuidada bordea la calidad de plaga (y si bien es un ser irracional, por ende, no es conciente del daño que causa), su comportamiento multiplicado por miles afecta la vida cotidiana de las personas. Su propia naturaleza y su número excesivo más sus propietarios individualistas y desaprensivos son su condena.

Él está contrariado. No quiere emplear medios violentos, pero cómo responder a la agresión constante sino con una acción contundente. Luego de probar distintas medidas disuasorias llegó a pensar que hacía falta un plan estratégico, una medida de fondo.

Al principio, probó rociando la vereda y las paredes exteriores de su casa con nafta super: debido a las emanaciones gaseosas del combustible, ni los animales ni los vecinos transitaban por las inmediaciones de su morada. Así logró que no defecaran ni orinaran a veinte metros a la redonda, pero tuvo que cerrar todas las ventanas y comprar máscaras de gas para su familia (fue muy dificultoso encontrar máscaras para los niños, porque se fabrican de un solo tamaño y les quedan grandes, tuvo que encargar por internet tres máscara a medida en una fábrica alemana) para poder dormir porque el aire era irrespirable durante los primeros días luego de la aplicación, por lo que decidió cambiar de táctica.

Contruyó una cerca de alambre a la que conectaba corriente electrica de 220 voltios. Sin embargo, tuvo que desactivarla tras haberse electrocutado, él mismo, dos veces, por entrar apurado a su casa de noche (sin darse cuenta, estaba muy oscuro, tocó los alambres con las piernas) y cayó fulminado. La segunda vez, estuvo internado una semana en terapia intensiva con deficiencia coronaria.

La medida de fondo, la definitiva, llegó: matar a un número pequeño de perros. Fue su plan más ambicioso. La acción causaría gran estupor y los dueños se desprenderían de sus perros regalándolos a sus amigos y familiares del campo o de zonas suburbanas menos pobladas, para evitar una matanza mayor. Empero, el plan no funcionó. Cuando estaba preparando las albóndigas de carne al horno (bocado irresistible que tendría en su interior una dosis de un poderosísimo veneno) sucedió un accidente. El televisor estaba encendido y miraba un partido de futbol de la copa Libertadores. El gol de Boca se produjo en el minuto 44 del segundo tiempo. Entre sus gritos y los del relator, la alegría y la repetición de la jugada, confundió el frasco del polvo letal con otro que contenía salvado de avena. Conclusión: los perros del barrio se regocijaron con las albondiguitas y él vengador anónimo desayunó copos de maiz con veneno y yogur descremado de vainilla. Enfermó gravemente.

Luego de ese episodio no volvió a caminar, quedó afectada una parte de su cerebro y sus capacidades motrices se vieron muy disminuidas. A menudo, un ladrido esporádico lo despierta por las mañanas y tiene fuertes convulsiones, sudoroso, parpadea y emite sonidos guturales inentendibles. Su mujer tratá de calmarlo y lo acaricia suavemente cantándole una canción de los Beatles, al rato se tranquiliza y se queda dormido.

A pesar de su estado, su mente está intacta. Sabe que toda la animadversión hacia los animales fue incorrecta. Son los inmorales humanos, los verdaderos responsables de ellos, quienes los adoptan y alimentan, los que deberían corregir su desvergüenza. No deja de pensar en ello. Se intranquiliza. Husmea ¿Será posible? ¿Son ellos, los que vienen a visitarlo?. Duda ¿Qué hay debajo de los zapatos? ¿Qué es lo que huele tan feo? Algo apesta muy cerca...

DANIEL MANCUSO
2008



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