sábado, 2 de agosto de 2008

La clase media y el éxito

Una lectura sobre los comportamientos de las distintas capas medias que van asomando...

Por Santiago Diehl

La clase media vuelve a estar de moda, en el mundo, en Latinoamérica, en nuestro país. Si hasta Mario Benedetti le dedicó, al parecer, un poema. Los efectos de este resurgir nos llegan de distintas maneras. Desde el nivel global, el crecimiento de la clase media en China e India, los dos gigantes mundiales en materia de población, impulsa la demanda de alimentos que acabamos de sentir como coletazo en el conflicto por las retenciones a la exportación de productos agrícolas. En nuestra región, en especial en Brasil en tanto potencia regional, la demanda de productos argentinos vigoriza al Mercosur como asociación geopolítica estratégica. En nuestro país, con la recuperación de una clase media urbana empobrecida en los noventa y con el surgimiento de una nueva clase media alta vinculada con la producción agrícola con destino de exportación. Una clase media cacerolera, beneficiaria directa del boom de los commodities agrícolas, aunque no necesariamente como productora sino más bien como rentista campestre.

Ahora bien, la definición de clase no sólo es una cuestión económica –una categoría estadística hecha en base a la cantidad de bienes, al nivel educativo y de ingresos y al tipo de trabajo–, sino que implica variables culturales, como prácticas, hábitos y actitudes. Pertenecer a la clase media conlleva una identidad simbólica que engloba capital económico, social y cultural. De la combinación de esos factores resulta un grupo heterogéneo de actores sociales que se denominan a sí mismos como clase media.

Una sociología de bolsillo me llevó hace unos años a toparme con la categoría de clase media “fascion”, mitad fashion mitad facista, que hoy tiene epicentro en los cacerolos barrios porteños de Recoleta, Las Cañitas y Palermo Soho. Su máxima aspiración es el éxito individual, la consagración social, algo así como aparecer en la tapa de Gente. El Charly García más lúcido lo definiría como “el mundo de Cinzano”, la máxima aspiración del medio pelo jauretchiano. Una vez alcanzado el éxito individual, se trata de que nada altere ese estado de gracia, y eso es en parte lo que expresaron las cacerolas contra la redistribución del ingreso sojero.

Es paradójico que haya sido este mismo tipo de políticas contra las que ahora protestan, impulsadas por el primer peronismo, las que llevaron a la Argentina a ser la sociedad con la más amplia clase media en un subcontinente notoriamente fracturado en sus polos sociales.

Pero hay también una clase media progresista que no recae en la inmediatez, y aún cree en el valor de la justicia social y en la educación pública como aglutinador social. Su genealogía política es trazable a lo largo de la historia de nuestro país: en el surgimiento del radicalismo como alternativa de inclusión burguesa superadora del país fraudulento y concentrado de la oligarquía agroexportadora; en el peronismo integrador de las masas populares trabajadoras, que encuentra en los radicales de Forja un pedazo sustancial de una alternativa nacional y popular. Una clase media que, Cooke mediante, encuentra su máxima expresión en la militancia política de los setenta y, luego, aprende el valor de sumar lo “democrático” al proyecto como trágico saldo de la dictadura. Esa clase media es progresista en tanto se identifica con la idea de avance y de mejora paulatina. Al fin y al cabo, eso es el progreso.

Pero los componentes progresistas de la clase media están hoy socialmente aislados y no encuentran en los relatos mediáticos más que descalificaciones a sus propias convicciones. Es un típico fenómeno de espiral de silencio, en sectores muy habituados al consumo de información de los medios de masas. Esto es lo que se hizo evidente en la sensación de catarsis que expresan muchas personas al acercarse a espacios como Carta Abierta o en los fascinantes intercambios en la blogósfera. Sin ir más lejos, la semana pasada el blog Un día Peronista (www.undiaperonista.blogspot.com) puso el dedo en la llaga del periodismo identificado como progresista. Lo bueno de las nuevas tecnologías de la información es que democratizan el debate –al menos para quienes están interesados en contraponer argumentos y no sólo descalificaciones–, y permiten instalar diálogos que superan el monólogo eterno que nos proponen los medios unidireccionales de comunicación.

Seguro no va a faltar en esta polémica el inefable que diga que los argentinos castigamos el éxito. Pero lo que parece estar en discusión es si vamos a ser capaces de triunfar como país, como región, como sociedad, como cultura. Se trata de comprender, aunque más no sea por mero instinto de supervivencia, que ser la región más desigual del planeta, incluso más que los países africanos, no garpa. Que la inseguridad que tanto preocupa a nuestras clases medias –alimentada programáticamente desde los grandes medios–, es un síntoma más, seguramente el más evidente, del síndrome de belindia que padece nuestra región. De allí que la solidaridad como valor social –la empatía con los que están peor– sea el pilar fundamental de una estrategia de competitividad sistémica que redunde en beneficio de todos.

Santiago Diehl
Psicólogo.
Master en Política y Comunicación (LSE).
Página 12



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