Cuando Benito y Filomena partieron de Italia casi no se conocían, jamás habían cruzado una palabra. Pero ambos se vieron por primera vez, un atardecer del año anterior, cuando Francisco Santoro y sus hijas volvían de Cosenza en un carruaje lleno de mercaderías, alimentos y enseres domésticos. El camino más corto desde la capital de la provincia obligaba a los viajeros a pasar por Rota Greca para llegar a San Giacomo, donde vivían.
-¿Cómo anda la familia Don francisco? -gritó Carmine desde la puerta de su casa, sentado en una sillita de mimbre, haciendo un canasto para el pan.
- Todos estamos bien. ¿Y ustedes, alguna novedad? -contestó Francisco aflojando las riendas.
- aah, la vida, difícil, da trabajo como siempre, ahora tengo problemas con el burro, está malato.
- ¿Otra vez? No se preocupe, mañana vengo a verlo.
Los padres de Benito y Filomena se conocían hacía mucho tiempo. Don Francisco recorría los pueblos curando a cuanto bicho enfermo le pusieran delante. De todos lados venían a buscarlo. No era veterinario, ni estudió medicina, no obstante era un maestro en el arte innato de curar. Un noche de invierno, llegó de urgencia con un portafolios gastado (con algunos medicamentos, jeringas y agujas en una cajita metálica), lo llevaron a la cuadra y lo dejaron solo con el burro que, entre estertores, estaba tirado y casi no se movía. Aplicó una inyección y limpió la herida supurante. Estuvo allí, vigilante, hasta el amanecer. Finalmente, logró salvar al animal de la terrible infección que padecía y así se ganó el agradecimiento vitalicio de Carmine y propaganda gratuita en kilómetros a la redonda. El nombre de Mastro Franci se dispersó entre los valles, cruzó los cerros y llegó hasta el mar.
En Rota Greca, Carmine Mancuso era muy respetado, no sólo como artesano y comerciante sino como secretario general del partido comunista del pueblo. Tenía un magazzino, una especie de almacén de ramos generales, donde se podían encontrar trastos varios, tabaco y herramientas, mas lo que abundaba era un sinnumero de sillas, bancos, bandejas, canastos, mesas y utensillos de mimbre que elaboraba con sus hijos en forma artesanal. Algunos elementos eran verdaderas obras de arte y se exponían orgullosamente: había un hermoso y enorme botellón para el vino vestido con mimbre dorado, dos manijas trenzadas en espiral con rombos simétricos, justo a la entrada del taller que no estaba a la venta. Todo cliente se topaba con él apenas entraba al negocio.
Carmine se casó con Margarita, una muchacha sumisa y silenciosa, una sombra que arrojaba leños al focolare y cocinaba siempre, no salía de la cocina ni en los fríos días nevados, ni en las sofocantes tardes de estío. Tenían cinco hijos, dos mujeres y cuatro hombres: Vicenzina, la mayor, Lenino, Benito, Nina, Umberto y Mario, el regalo de la vejez. Cuando Vicenzina se casó, faltaban unos años todavía para que naciera su hermano Mario. Lenino, el esperado maschio, se llamó así en homenaje a Vladímir Ilich Uliánov. Nació en tiempos de la Revolución Rusa y no podía llamarse de otra manera, su papá era un comunista consecuente. No quería bautizarlo, pero la madre insistió tanto que le ganó la partida. Sin embargo, quiso el destino que su siguiente hijo naciera cuando Benito Amilcare Andrea Mussolini estaba en ascenso, lo que obligó al padre a intentar aplacar las ínfulas prepotentes de los fascisti y buscar una compensación: bautizó al niño con el nombre de il Duce y todos amigos. Carmine era un hombre práctico.
Los jóvenes estaban destinados a abandonar Rota Greca, como todos los nacidos en el sur italiano estaban condenados a emigrar. El mezzogiorno, desde el final del medioevo había enfermado de decadencia económica y nunca pudo recuperarse. Era la región pobre, flaca y desnutrida frente a su poderosa hermana del norte, con sus ciudades y sus robustas industrias. Además, la ferrea presión paterna y la oscura vida pueblerina auguraban un éxodo seguro. Las chicas, que no querían parecerse a Margarita, ayudaron a su madre en las tareas de la casa hasta que se casaron muy jóvenes, y partieron lejos para encontrar más aire que amor. Lenino se fue a Sicilia temprano, cuando una barba incipiente apareció en su rostro y se inscribio en la escuela del Corpo di Carabinieri. Benito y Mario quedaron trabajando con su padre. Desde las siete los sentaba frente a él, y bajo su mirada severa los pibes luchaban con el mimbre rebelde. Mario no quería saber nada de trabajar ni ensuciarse las manos, era vago y petulante; con la excusa de ir a la escuela abandonaba a menudo a su hermano. Empero, Benito aprovechó el trabajo, paciente y constante, ganó un oficio y el dinero necesario (que escondía presuroso) para poder imaginar una fuga en el horizonte no muy lejano.
Benito y Filomena vivían en pueblos idénticos, casi calcados, a escasos kilometros de distancia, separados por un camino sinuoso que serpenteaba por la falda oriental de unos montes dormidos paralelos a la columna vertebral de la bota italiana. Una gran pared verde cubierta de castaños silvestres, olivos y pinos separaba esos poblados del mar Tirreno. Cada pueblo tuvo un origen perdido en la memoria del olvido. Quizás, un demiurgo aburrido fue plantando azarosamente las casas en la punta de los cerros, en sus faldas, en los valles, y luego llovieron viejas encorvadas, ancianos malhumorados, mulas porfiadas y burros cargados de bultos y niños descalzos. Quizás dejó algunos cientos de habitantes en cada paese, no más, para que queden pequeños y pintorescos, con más iglesias que gente, con más adulterios que farfalle. Quizás, dibujó las sendas escarpadas, los arroyos, las cañadas, y los maquilló con todos los verdes de su paleta.
Solo el viento y los pájaros se oyen en la campagna. Pero a la hora de la siesta, detrás de algunas curvas, sobrevuela simpática la bocina del omnibus que viene desde la capital. Si alguién llegaba con los ojos vendados a un pueblo cualquiera, a una calleja cualquiera, y luego comenzaba a mirar en rededor, no podía adivinar en que pueblo se encontraba. No podía distinguir una plaza de Torano Castello a una de Montalto Uffugo, porque erason iguales. Con los mismos silencios, las mismas sombras, la humedad de las paredes, la herrumbre en las barandas, las ventanas gastadas por la envidia de las viejas de enfrente, cada paese tiene los mismos colores de la nostalgia.
Los italianos dejaron su infancia y sus recuerdos en el empedrado cuesta arriba que gastó sus zapatos en busca del agua de la fontana. Tomaron sus baúles repletos de ilusiones y se subieron a un barco atiborrado de paisanos que venían al nuevo mundo, soñando con la felicidad. Escapaban de un presente angustiado de incertidumbre, los muros de las casas picados por la metralla tedesca y las viñas abandonadas, muertas de sed. Partire è un può morire…, dice una vieja canción. Tal vez, porque el destino de los habitantes del sur de la península haya sido siempre dejar a sus familias y viajar hacia nuevos horizontes. La mitad pobre de Italia, los africani, nacen con el exilio en la sangre. Tarde o temprano el desarraigo infectará sus vidas. Y la melancolía, como una fiebre recurrente, no los abandonará jamás.
El futuro era incierto. La guerra había terminado y el hambre amenazaba quedarse. Sin ponerse de acuerdo, cada uno por su lado: Francisco y su familia desde San Giacomo y Benito desde Rota Greca, prepararon los bártulos para el gran viaje el mismo día, en el mismo momento. Imágenes dolorosas alumbraban sus mentes: la guerra estéril, los alemanes pisoteando sus cultivos, los aliados bombardeando a los alemanes, los cultivos pisoteados y bombardeados, la falta de comida, trabajo y proyectos. No hubo mucho estusiasmo por permanecer allí, además, siempre se hablaba de un tío, un paesano, que estaba en América y podía construír una vida mejor.
Dobbiamo fare l`america. La salida era un billete de tercera clase en un barco desde el puerto de Napoli hacia Buenos Aires. El 9 de abril de 1949, atravezaron el Atlántico con escalas en Las Palmas, Rio de Janeiro y Montevideo.
Los emigrantes no imaginaron que años después sentirían una mezcla de arrepentimiento y contrariedad al comprobar que la tierra prometida, la América bendita, donde todos sus deseos habrían sido posibles, se volvió frágil como una pompa de jabón. Sus sueños se fueron desarmando como un teatro que otrora esplendoroso, iba poco a poco perdiendo los decorados, se desilacharon los tapices, se borraron los colores y las sonrisas al paso del tiempo y los gobiernos, y se fue pareciendo cada vez más, al fantasma de los anhelos imposibles que alguna vez los atemorizó en la posguerra.
Paradójicamente, la tierra natal (la otrora víctima de bombardeos y sinsabores) al paso de los años, se había transformado en un paraíso, o se parecía bastante: había trabajo y esperanzas, que no es poco. Un aire denso de luz y alegría bañaba la penísula y Europa toda. Los parientes, en sus cartas, contaban maravillas del milagro del bienestar que dejó atrás la pesadilla del pasado: las viñas y los olivos rebasaban de abundancia, los nonnos eran felices y el éxodo tan temido dejó de estar de moda. Todo lo que buscaron allende los mares estaba en casa, en la tierra que habían abandonado, la que llorarían siempre, a la que nunca volverían.
Cuando Benito y Filomena subieron al barco casi no se conocían. Ella viajaba con sus padres: Mariangela y Francisco Santoro, “mastro Franci” para los conocidos, el herrero de caballos y veterinario sin título más amado de la región. También viajaban sus dos hermanas menores: Margarita y Mirella. Francisco no tenía apremios económicos, al contrario, de todas las regiones vecinas venían a buscarlo para sanar sus animales. Era un tipo eficiente, querido y respetado. Mas no encontraba razones válidas para que sus hijas crecieran en una Calabria empobrecida y como tantos otros, se sumó a la migración creciente.
Benito viajaba solo, con pocas cosas, una valija vacía (o casi, un par de medias, alguna camisa) y un impermeable siempre a mano. Siempre hizo las cosas solo: cuando su padre, Carmine, lo mandaba a buscar leña a la montaña, él se montaba al burro de la familia y partía resignado en busca del preciado combustible. Una vez, la noche lo encontro muy lejos del pueblo. No se veía nada a un metro de distancia. Esto hubiera atemorizado al más valiente campesino. La oscuridad absoluta lo tomó por sorpresa en medio de la montaña, por senderos estrechos y escarpados, cargado de ramas secas de regreso a casa. Benito estaba muy cansado, y sabía que no tenía de qué preocuparse, su chucho se ocuparía de todo. Tranquilo, se acomodó y se puso a dormir sin siquiera tomarse de las riendas, el burro conocía muy bien el camino a Rota Greca.
Su hermano Umberto, viajó a la Argentina poco tiempo después. Como en Italia, Los hermanos estuvieron juntos en Remedios de Escalada, a metros uno del otro. No hablaban mucho, eran introvertidos y poco acostumbrados a las demostraciones de afecto, se amaban en silencio.
Rota Greca era un pueblo pequeño, de seiscientos habitantes, en el oeste calabrés al pie de las sierras que escondían el mar Tirreno y la ciudad más importante de la zona: Paola, famosa por el santuario de San Francesco. Cuenta la leyenda que los alemanes, en su paso por la zona, cumpliendo con su rapiña consuetudinaria, quisieron robar el busto del santo y no pudieron moverlo. Era una magnífica estatua de plata que encendió la codicia de los soldados germanos, aún antes de llegar a la ciudad. Eran tres altos muchachones que intentaron destronar al santo y no pudieron. Llamaron a algunos de sus compañeros y tampoco lo lograron. Entonces, viendo que veinte hombres eran insuficientes para el despojo, fueron a buscar refuerzos y unas sogas para poder mover el busto, ayudados por un jeep y un camión. Dos campesinos que vieron toda la escena escondidos en el interior del templo, aprovecharon unos minutos de distracción de los invasores para sacar al santo y escoderlo. Al regresar los soldados, la sorpresa fue tan grande como inexplicable, y se fueron silenciosamente derrotados.
La vida era sencilla y rutinaria. No había muchas cosas en que pensar además de trabajar, comer, dormir y acumular alimentos para pasar el invierno de nieve y frío intensos. La mañana comenzaba con los hombres tomando una ginebra o un café en el bar del pueblo. Después de eso, todos se desperdigaban a sus tareas, para volver a juntarse a la nochecita. Las mujeres se guardaban en sus casas haciendo mil trabajos invisibles. Así pasaban los días, la vida en los pueblos era tediosa, opaca y previsible.
La diversión estaba en la montaña, la libertad también. En los fatigosos viajes hacia la leña, cuando un grupo de muchachos y burros jugaban carreras de postas por las huellas tortuosas, escapaban del control paterno y tenían todo el día para sí mismos. Era la máxima aspiración de un adolescente. Esconderse entre los árboles y hostigar con una lluvia de castañas al compañero más rezagado, que venía lento y pesado, esquivando ramas y arbustos para que toda la carga no se fuera al demonio. El juego más festejado era que el burro espantado arrojara por los aires al jinete y la carga. Las carcajadas escondidas apabullaban a los insultos indignados.
Pero la repetición de situaciones conocidas, día tras día, con rigurosa previsibilidad, no hace feliz a sus protagonistas, sino que los conduce al callejón del astío. Ni siquiera las artesanías hechas con mimbre (una habilidad que le enseñó su padre cuando niño y que podría ser un oficio rentable) despertaban el mínimo interés del joven taciturno, que quería romper las cadenas familiares.
Por eso, Benito, que ansiaba volar, se alistó como voluntario en el ejército italiano para combatir la invasión nazi. Cuando Carmine se enteró del propósito del muchacho fue a reclamar ante las autoridades para que su hijo de diecisiete años volviera a casa. Pero Benito siempre se manejó solo. Se escapó una mañana, falsificó la firma de su padre en el permiso para incorporarse al ejército (siendo menor de edad) y terminó pasando unos meses en el frente como tirador en las baterías antiaéreas. A final de la guerra se trajo de regalo una cicatriz de siete centímetros en la espalda por una esquirla de granada que explotó bastante cerca.
Al llegar a casa, en vez de ser recibido como un héroe, se encontró con el castigo de no poder aspirar a ningún cargo en la administración pública durante toda su vida porque Carmine lo había denunciado por la falsificación de su firma. Ese regalo sorpresa y el enojo paterno aceleraron una decisión trascendente: Benito solo, con una valija vacía y un piloto que lo acompañó durante mucho tiempo, marchó hacia Cosenza y de allí a Napolí para cruzar el océano.
A pesar de la guerra, la vida continuaba su rutina: había que recoger las castañas que abundaban en los bosques cercanos, juntar hongos después de las lluvias, acumular leña y más leña. Una ceremonia jubilosa y convocante era matar el chancho y faenarlo, A veces se juntaban varias familias para este evento en que trabajaban todos, chicos y grandes: cortar la carne, recoger la sangre para las morcillas, limpiar las tripas para preparar las longanizas, la sopresatas. Lo más divertido era dar vueltas a la manija de la máquina de hacer chorizos. Los pibes se peleaban por ese privilegio. Entonces, salomónicamente, el nonno repartía turnos de manera incuestionable, un poco para cada uno y todos contentos.
En cada casa se hacía el vino, un desafío que todo hombre asumía y en el cual su prestigio estaba en juego. Cada uno seguía un proceso que le había enseñado su padre y a éste el suyo y así sucesivamente, para obtener algo parecido al vino que tomaban los ricos, que tuviera cuerpo, sabor, que no supiera ácido y que pudiera ser convidado con orgullo. Se necesitaban uno o dos quintales de uvas, una prensa o la más de las veces, los niños saltando descalzos y cantando, pisoteando las uvas bajo la tutela de los mayores. Esa era una fiesta divertida. Sin embargo, a pesar de todo el trabajo realizado, los resultados no siempre eran los esperados. Algunos vinos eran intomables pero el autor no daba el brazo a torcer, en cada comida ponía sobre la mesa una botella de “su vino”, pero nadie salvo él, llenaba su copa con el delicado néctar. Al tiempo, Las botellas dormían olvidadas en la bodega y se vestían de telarañas.
El tomate era un símbolo fundamental en la vida de los calabreses. A diferencia del vino, el tomate era territorio femenino, sin discusión. Era una ceremonia donde un coro de mujeres con pañuelos en la cabeza agitaban la calma cotidiana. Decenas de kilos del fruto rojo eran triturados y filtrados para hacer las conservas, llenar las botellas dejando el cuello vacío para completar con aceite de oliva, después se encorchaban y eran hervidas en enormes ollas. El paso final era estibarlas esperando el día en que los tagliatelli o la lasagna de la mamma las necesitara. Destapar una botella de conserva era tan importante como destapar una buena botella de vino fino. Una estantería llena con decenas de botellas rojas era sinónimo de abundancia, de bienestar, y augurio de un año fecundo.
Saliendo de Rota Greca, hacia el norte, por el camino que bordea la falda de la montaña, rodeado de árboles y plantas de un verde extraordinario, empieza el paraíso. Alli, la vida misma se vuelve belleza: la brisa acaricia la tierra atravezando las hojas en andas de un rayo de sol, en una mañana o una tarde cualquiera. Entonces entre el canto de los pájaros se huele un río ronroneante en un pequeño valle de ensueño. El camino todo, está alfombrado de pequeñas pelotas pinchudas debajo de los castaños. Esos soles silvestres tienen adentro el preciado tesoro, la golosina de los pobres, la castaña. Y de pronto, uno no quiere irse a ninguna parte, sólo flotar en la hierba y gozar el cielo.
Allí, iban Benito y su vecinita a esconderse en primavera para descubrir el lado romántico y prohibido de la vida. Y en verano, en otoño y en invierno ponían en práctica las leyes de la naturaleza. Allí se prometieron amor eterno, hijos y una familia como dios manda (él era capaz de prometer el coliseo por una caricia). Siempre ser libres sobre la hierba, huyendo de la conducta hipócrita de los grandes, porque todos sabían del idilio entre el cura y la viuda del geometra, o los cuernos que la esposa le ponía a su marido (el intendente) con el jefe de correos (casado con cinco hijos). Y la lista sería interminable. Los entrecruzamientos eran diversos e inestables, por lo que desentrañar la madeja sería imposible.
Más adelante, siguiendo hacia el norte, junto a una gran curva del camino, como un golfo en la montaña, llegamos a San Martino di Finita con el valle profundo herido a sus pies por el río ya visible. Luego, la ruta se bifurca unos kilómetros más adelante, a la derecha: Torano Castello, a la izquierda: San Giacomo di Cerzeto. Sólo algunos kilómetros de curvas y contracurvas, descensos peligrosos y ascensos fatigosos separaban a los futuros esposos que viviendo tan cerca tuvieron que viajar muy muy lejos para conocerse.
En San Giacomo vivía Filomena, soñando un marido que no fuese rubio, porque de chiquita ella supo que no querría tener hijos rubios y por lo tanto esa certidumbre se fue transformando en el sino indefectible que la llevaría a conocer a Benito en el barco y enamorarse de ese morocho hermoso y atorrante. Ella fue educada con mano dura, bajo la mirada inquisidora de su padre, “mastro Franci”.
Una tarde desde la entrada al pueblo, Francisco miraba hacia su casa que estaba en una zona alta, al final de una calle de piedra que subía a occidente, y vio a su hija mayor en la ventana de su cuarto. Filomena, sobre el alfeizar, observaba en dirección a la plaza, donde solían sentarse los muchachos del pueblo a conversar. Su padre supuso que estaba coqueteando. La escena de la ventana le valió el castigo de estar encerrada un mes entero y no poder ir a misa los domingos, semejante descaro no podía quedar impune.
Al llegar a Buenos Aires, Los Santoro se fueron a vivir a Remedios de Escalada, barrio suburbano que ofrecía una gran clientela para el experimentado herrero italiano. Vivían al fondo de la casa de la familia de Francisco Sarro, primo de Mariangela.
Benito llegó con su valija y su piloto a un conventillo de la calle Lugones, a sólo dos cuadras de Filomena. Probó algunos trabajos, peró no duró en ninguno, no le gustaba que lo maltrataran y discutía con los capataces. Hasta que al fin se quedó en el puesto de soldador aprendiz en los talleres del ferrocarril.
Él la visitaba todas las tardes y se quedaban un rato charlando en el pasillo de la casa que daba al patio, con la custodia de una de las hermanas. No le gustaba que ella se maquillara y se lo dijo, filomena negó el uso de cosméticos pero no le creyó. Una mañana, antes de ir a los talleres, Benito se apareció sin aviso previo. Filomena recién se levantaba y sin mediar palabras, la pelliscó en la cara, acarició los cachetes rozagantes de la joven y exclamó: “Es verdad, los colores son tuyos”.
Pasaron los años y formaron una familia, tuvieron dos hijos: Francisco (por el abuelo materno) y Rómulo (por un primo hermano de Benito). Ella dejó de trabajar en la fábrica de vasitos de plástico y él dejó el ferrocarril. Pusieron una zapatería, pequeña, en una habitación al frente de la casa que construyeron con ayuda de papá Francisco. Una casa cajón, típica construcción de inmigrantes: dos dormitorios, un baño al medio, patio cuadrado al fondo, escalera y terraza (a la izquierda), living, cocina y comedor, bordeados por un pasillo (a la derecha). Todo lo necesario.
La zapatería ocupaba el living, por lo que toda la vida de la casa pasaba por la cocina. La cocina con más puertas de la arquitectura argentina: una puerta daba al negocio, otra a los cuartos, otra al patio del fondo, otra al comedor, otra al pasillo del costado que venía de la calle. Al centro, la mesa rectangular de marmol reconstituído. La mesa fue muy importante ya que en ella, Filomena parió a Rómulo con ayuda de la partera Antonia. Francisquito, el mayor, había nacido en el Hospital Evita de Lanús.
La zapatería fue el eje económico de la familia. De alli salían los recursos para vivir y además había que terminar la casa: revocar y pintar, poner azulejos, colocar los pisos, completar el mobiliario, las luminarias. Filomena era el motor que traccionaba la empresa, atendía a los clientes, hacía relaciones públicas, iba a comprar mercadería a los mayoristas de la calle Patricios, en la capital.
Benito hacía composturas: medias suelas, tacos, costuras. Un viejo zapatero italiano le había ensañado il mestiere. Benito lo iba a visitar todas las tardes, a la salida del ferrocarril para aprender el oficio.
El negocio fue creciendo: con cajas de zapatos vacias para simular la diversidad de mercadería y ocultar las carencias, se fueron llenando las estanterías. Tuvieron que mudarse a un local más grande, el comercio iba viento en popa. Los chicos crecían. Ya estaban en la secundaria, eran los años setenta.
Ambos comenzaron a militar en la juventud peronista. No entendían porqué Perón era una mala palabra y no se lo podía nombrar en el colegio. Los hermanos hicieron las cosas juntos, estaban en la misma agrupación, iban a los mismos actos y movilizaciones, participaron de las mismas pintadas. La misma indignación frente a a la injusticia social. Pero la cosa se puso fea, la triple A antes, y el golpe de Estado después, golpearon a sus compañeros: el primero fue Antonio, un chico de Avellaneda (con unos rulos asombrosos), siguieron: el Beto (con pañuelito al cuello y su voz de locutor de radio), la turca (con su piel blanquísima y su melena colorada), la petisa… Hasta que le tocó a Rómulo.
Un día, a la salida del colegio, sintió una cara extraña que subía a su colectivo de regreso a casa, se bajó en la avenida como siempre, caminó dos cuadras y ¡¡¡zas!!!, lo rodearon muchos tipos, le ataron las manos a la espalda con su propia corbata, le pusieron una capucha sucia de miedo y lo llevaron a pasear en una camioneta verde sin rumbo conocido. Adentro, el tipo del colectivo le inquiría gentilmente. Aislamiento, torturas, preguntas, gritos. Una madrugada, dos semanas después, lo vinieron a buscar al calabozo. Pensó que lo iban a fusilar, pero lo dejaron tirado en el barro, cerca de su casa. “Quedate quietito y contá hasta cien” le dijeron. Sintió el ruido del motor que se alejaba. Suspiró aliviado y obedeció al pie de la letra. Lo soltaron porque era un perejil y porque Benito, luego de una infructuosa búsqueda, habló con uno que conocía a alguien que era amigo de un comisario que quizás, con algo de plata, a lo mejor…
En Ezeiza lloraron mucho, se iban sin saber hasta cuándo. Los hermanos hacían las cosas juntos. Francisco se había casado hacía poco tiempo, y su esposa (sin comerla ni beberla) se vio invitada a un exilio forzoso y necesario. Rómulo tenía diecisiete años y abandonaba a su primer amor (una compañera del colegio que lo llenó de cartas lacrimógenas en su estadía europea) . La meta era Rota Greca, la casa del nonno Carmine, aunque el que cortaba el bacalao era el tío Mario.
Benito no pudo volver pero sus hijos recorrieron las calles que conocieron sus andanzas juveniles, recogieron castañas como él, juntaron leña. Ya no había burro pero el tío tenía una fiat cinquecento que los trasladaba a todos lados.
Filomena no pudo volver pero sus hijos iban todas las mañanas a San Giacomo a trabajar como peones de albañil, ponían tejas e impermeabilizaban techos por los pueblitos de Calabria. Por esas cosas del destino, su patrón resultó ser un hijo no reconocido del tío Vittorio, hermano del nonno Francisco. Era indudable su filiación porque la cara de Totono, así se llamaba, era igual a la del tío Vittorio, dos gotas de agua.
Pero las cosas no resultaron como se esperaba. La acogida italiana no fue tan cálida como la que tuvieron Benito y Filomena al llegar a la Argentina. Los parientes no apetecían hospedar por mucho tiempo más a esos tres viajeros en su casa y lo expresaban sutilmente: “¿hasta cuándo se quedan?” era la frase recurrente.
Todos los días iban a la posta, en busca de noticias sudamericanas. La alegría iluminaba sus rostros cuando el empleado de correos les entregaba los numerosos sobres salvadores. Eran como una medicina para la nostalgia, que necesitaban tomar cada mañana. La desazón los golpeaba cuando el empleado les decía: “oggi, niente argentina”.
No se quedaron mucho, el regreso rondaba sus deseos día tras día. Volvieron antes de tiempo. Todavía estaba la dictadura, pero pudo más el llamado de la sangre que la cordura. Benito y Filomena lloraron de alegría y de tristeza: contentos por el retorno y desanimados por la descortesía familiar. Fue una puñalada en el medio de la frente. Pensaban que Francisco y Rómulo estaban igual que ellos nella dopoguerra. La historia parecía repetirse en sus hijos: La encrucijada de un país devastado y las esperanzas de dicha cruzando el mar. Las ilusiones de que en Europa sus hijos lograrían lo que ellos no pudieron hacer por la guerra se evaporaron por la falta de solidaridad.
Tras la acumulación de tantas derrotas, Benito enfermó de cáncer, Filomena también. La malasangre era un virus que viajaba en sus venas. Constantemente repetían que “la vida sin sacrificios no es nada”, y se olvidaron de disfrutar. Nunca paraban la máquina porque temían el rebrote de la escasez. ¿Será cierto que las cosas no dichas revientan adentro y enferman el alma, y el cuerpo por lógica consecuencia? Acaso sea verdad que Partire è un può morire… Aunque Francisquito y Rómulo le dieron batalla a la muerte, regresando a la tierra que los vio nacer, a pesar de todo.
daniel mancuso
enero 2008
enero 2008
4 comentarios:
Una historia hermosa por cierto Daniel, pero Carmine y Margarita te estarían corrigiendo si lo leyera. Les falta un hijo que no nombras, no entiendo por que.
Te pido Daniel si es tu voluntad agregues a Humberto, (mi padre). De esta manera el pedacito de ocho letras de esta, te repito hermosa historia podría sentirla mía.
Un gran abrazo.
Gabriel Mancuso
fantasia-chicho@hotmail.com
hola Gabi
Qué ALEGRÍA, ¿cómo estás?. No lo puse a Humberto porque... no sé, se me pasó y no tenía muchos datos en mi memoria para armar la historia, nada más, se me pasó, no fue a propósito pero voy a corregir esa falta,
abrazos
Historia igual a la de mis padres, salvo que ellos son del mismo pueblo, San Martino di Finita.
Saludos
Que cosa fantastica y rara a la vez que resulta ser internet... Les cuento que llegue a esta pagina buscando información del pueblo en donde nació mi nono y los papas de mi nona (Rota Greca) y descubro la vida de Benito y Filomena, a quienes yo conoci porque eran muy amigos de mis abuelos, Rosa y Guerino D'Andrea.
Tengo 34 años y ya hace mucho que mis abuelos no estan mas conmigo y leer esta pagina me hizo acordar mucho de ellos y me sirvio para enterarme cosas de su lugar de origen que hicieron que me emocionara.. Les mando un beso.
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