viernes, 11 de enero de 2008

HABÍA UNA VEZ...

Quizás parezca un cuento de ciencia ficción. O un sueño desvelado por su propia imposibilidad. Pero fue verdad. Hubo un tiempo, una vez, en que la gente fue feliz. Yo lo fui. Era todo tan simple y llano como la escarcha en el pastito de la vereda, a las siete y media de la mañana, cuando iba al colegio en pantalones cortos aunque hiciera mucho frío y cursara sexto grado, porque mamá decía que todavía era chico para usar los largos. En el colegio algunos pibes me cargaban porque yo era el único del grado que mostraba las piernas. Para mamá no había invierno ni ocho cuartos, ella agarraba la botella de alcohol fino y me refregaba las piernas y chau, a la calle. Eran días iguales a estos de ahora, el sol brillaba de la misma manera que lo hizo hoy a la tarde, y el olor a tierra mojada que antecede a las lluvias de verano es siempre el mismo. Si hasta las noches de luna con el cielo limpio y estrellado son tan hermosas como lo eran entonces. Pero la gente era distinta. Eso cambió. O tal vez, el tiempo y la memoria gastada tienen la virtud de transformar a la gente en buenas personas y se imprimen en nuestros recuerdos bañados en caramelo. Sin embargo, esa gente, ese país, eran retazos de un mundo menos malo que el actual, quizás porque el proceso de descomposición no estaba tan avanzado. Quizás porque mis ojos de niño ingenuamente guardaron sólo lo bello.

A veces, el papá de Oscarcito nos llevaba a la escuela en auto, era un Renault Dauphine cremita que tenía un olor a limpio, olor a nuevo, que todavía olfateo. Otras veces, mi hermano y yo íbamos en el colectivo amarillo que pasaba por la esquina, eso me gustaba, un día subía primero y otro día no, tratando de embocar el boleto capicúa. Y, oh fortuna, siempre me lo sacaba yo.

A la tarde, cuando el calor se hacía soportable, mamá me llevaba hasta la avenida, cerca de la estación, donde había algunos negocios, y la cooperativa del Hogar Obrero, una especie de supermercado chiquito. La calle que conducía a la avenida, Beltran, tenía tiendas y tintorería, mercería y todo eso. La libreria La Central, en una esquina, era mi preferida. Me gustaba mirar las vidrieras llenas de lápices de colores, cartucheras, plumas y tinteros, témperas y pinceles, cuadernos y libros de lectura. Allí, siempre me compraban algo: una goma de borrar perfumada, un perrito sacapuntas, unas fibras de colores, mi primer juego de damas...


A la vuelta, caminando por un barrio cualquiera , por una calle cualquiera, por un lugar que nunca había conocido, sentía que no era ajeno. Era mi lugar aunque no lo fuera, respiraba en el aire cordial de ese barrio extraño una tranquila invitación a la familiaridad. Al pasar por la vereda, cuando una señora gorda tomaba el fresco apoyada en el pilar de la entrada a su casa chorizo con ligustrina al frente, o un señor se sentaba en su sillita de mimbre con la pava de aluminio y el mate de lata y el perro pulgoso haciendo fiaca a sus pies, yo saludaba amistoso como quien no quiere la cosa: buenas tardes. Las mágicas dos palabras: buenas tardes. Y los desconocidos vecinos me saludaban sonrisa al viento y gentilmente me acariciaban al pasar, como una palmada en la espalda con sus cálidas dos palabras: buenas tardes.

Yo era feliz. Papá estaba en la zapatería haciendo composturas, alguna media suela, algún taco de goma, alguna costura. Mamá cocinaba unos fideos riquísmos, baldeaba el patio, o colgaba la ropa en la terraza y regaba las plantas en sus macetas de cemento. Yo jugaba con mi patruyero de lata y sirena aguda tirado en las baldosas del patio, chocando mis autos de carrera rellenos de macilla o mis bolitas japonesas perdidas entre los muebles.

Ya más grande, jugaba a la escondida a la vuelta de casa, cantábamos piedra libre en lo de Roberto y Kiki que vivían casi en la esquina, frente al paredón de la cancha de Talleres. Teníamos nuestro territorio: una cruz de una cuadra para cada lado, en el centro, la casa de los chicos, y en una pared del frente, contábamos hasta cien para que todos se escondieran. Cada escondida duraba 2 horas o más, hasta que encontraban a todos. Lo mejor era meterse en la fábrica abandonada, la fundición, que tenía salidas por varias partes, o un terreno baldío que era muy buen escondite. También estaba la casa de don Mamut, que era un tipo muy sucio, muy viejo y no se daba cuenta que nos metíamos adentro, mientras él fumaba sus cigarros apestosos sentado en la vereda. Y había un par de paraísos muy frondosos donde era imposible que te descubrieran si te subías bien alto. El asunto era pasar la tarde escondido todo lo que se pudiera, mudarnos de madriguera, saltar paredes, cagarnos de risa.

Una vez, cerca de la primavera, cuando los paraísos estaban llenos de bolitas verdes, se armó una trifulca grandiosa: éramos dos bandos de 8 a diez cada uno y cargados de proyectiles y nuestras gomeras respectivas empezamos una batalla fenomenal. Una lluvia verde alfombró la calle de bolitas. La calle que era nuestra, mutaba en canchita para jugar un picado o un cabeza, o un partido a la paleta o una mancha venenosa. Sólo de vez en cuando, algún auto distraído se atrevía a interrumpir semejantes acontecimientos.





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