martes, 16 de septiembre de 2008

HUMBERTO COSTANTINI





Yanquis

Norberto Galasso, leyó este poema de Costantini en la Asociación Mutual Homero Manzi, en Cafe Cultura (miércoles 15/10/08) y me puso la piel de gallina. Fue escrito cuando los yankees desembarcaron por segunda vez en Santo Domingo, impidiendo que Juan Bosch asuma legitimamente su gobierno e instalaon un gobierno Títere...

Dice Eduardo Galeano:
"
La gente se lanza a las calles de Santo Domingo, armada con lo que tenga, con lo que venga, y embiste contra los tanques. Que se vayan los usurpadores, quiere la gente. Que vuelva Juan Bosch, el presidente legal. Los Estados Unidos tienen preso a Bosch en Puerto Rico y le impiden volver a su país en llamas. Bosch se muerde los puños, a solas en el rabiadero, y sus ojos azules perforan las paredes. Algún periodista le pregunta, por teléfono, si él es enemigo de los Estados Unidos. No; él es enemigo del imperialismo de los Estados Unidos. - Nadie que haya leído a Mark Twain -dice, comprueba Bosch- puede ser enemigo de los Estados Unidos."





Yanquis hijos de puta

En realidad
sólo quería decir
eso.
En realidad, la vida es,
pongamos por ejemplo,
una manzana.
Entonces, uno la mira, la toca,
le hace fiestas,
la besa, le habla,
tal vez
hasta dibuja manzanitas
imitándola.

La quiere así, manzana,
rica, pulposa, viva,
indescifrable,
sabia.
Si la quieren romper,
si viene
un bicho, por ejemplo,
un yanqui hijo de puta,
para ser más precisos
a matarla,
ya no se puede hablar
así nomás de la manzana.
Hay que matar al bicho,
es necesario
odiarlo,
destruirlo.

Es casi obligatorio
decirle hijo de puta,
decirle yanqui hijo de puta
todos los días, religiosamente
y encontrar la manera de acabarlo.
Por amor a la vida,
simplemente.

En realidad
tal vez no me he explicado bien.
Si uno tiene,
pongamos por ejemplo,
un amor, una cosa
que le anda por la piel
por todas partes.
Digamos Buenos Aires.
Digamos un octubre, un poema, una muchacha.
O digamos la esquina
de Nazca y Tequendama
los domingos, a las seis de la tarde.

(Estoy casi seguro
que había una esquina así en Santo Domingo
que había un viejo,
una silla,
un cielo inverosímil,
muchachos que volvían del fútbol,
señoras apuradas,
bocinas, qué sé yo
y tal vez
hasta un tipo solitario
como yo
que miraba)

Si uno tiene un amor entonces,
eso que le camina por la piel,
decíamos, y pasa algo,
ocurre
que viene el mal, la peste, una desgracia,
o para no ir más lejos
vienen los marines idiotas,
los cretinos mascadores de chicle,
odiadores de todo lo que crece
y desembarcan.

Entonces
ya no se puede hablar así nomás,
hay que matar la muerte de algún modo,
hay que pelear con rabia,
destruirlos,
salirles al encuentro como sea
y además
decir, decir hijos de puta,
decir marine yanqui hijo de puta,
decirlo y masticarlo
y enseñarlo a los chicos
como un rezo.
Por amor a la vida,
simplemente,
me parece.

















Ché

« A lo mejor está debajo de la alfombra.
A lo mejor nos mira de adentro del ropero.
A lo mejor ese color habano es una seña.
A lo mejor ese pez colorado es guerrillero.
Yo juro haberlo visto de gato en azoteas.
Y yo corriendo por los hilos del teléfono.
Señor, ¿ha revisado bien adentro de su cama?
Oh John, ¿qué es esa barba que asoma en tu chaleco?
Debiéramos filtrar todas las aguas de los ríos.
Lavar todas las caras de los negros.
Picar la cordillera de los Andes.
Poner a South-América en un termo.
Dicen que en Venezuela montaba una guitarra.
Que en Buenos Aires entraba en bandoneones y Discépolos.
Que en Uruguay punteaba una milonga con el diablo.
Y en el Brasil vestido de caboclo bajaba a los terreiros.
Pero si ayer nomás saltó en Santo Domingo.
Si en Colombia era cumbia de los filibusteros.
Si yo lo vi esta mañana con su risa terrible
soltándose los duendes al espejo.
A mí casi me mata la otra noche,
se me subió con un millón de sátiros al sueño.
Ese lío en Bolivia es cosa suya.
Y esos ladridos en la noche no son perros.
Y esa sombra que pasa, ¿por qué pasa?
Y no me gustan nada esos berridos junto al pecho.
A lo mejor está en la pampa y es graznido.
A lo mejor está en la calle y es el viento.
A lo mejor es una fiebre que no cura.
A lo mejor es rebelión y está viniendo.»



























EL PRÍNCIPE, LA PRINCESA Y EL DRAGÓN

Es un mediodía tibio y luminoso de setiembre cuando a Ricardo Estévez se le ocurre, de pronto, la palabra miseria. Ningún hecho concreto que la justifique, ninguna asociación de ideas más o menos razonable. Simplemente la palabra miseria saltándole en su pensamiento como una pelota de goma o una luz de bengala.

Entonces, Ricardo Estévez, que está caminando un poco cabizbajo, y también un poco encorvado, por la calle Murguiondo, en dirección a Avenida del Trabajo, se pone a deletrear, así, minuciosamente, calmosamente, esa palabra, casi hasta sentir en su boca todo su viejo, empalagante sabor. Y se admira, realmente se admira, de cómo una palabra, una sola palabra, puede resumir con maravillosa exactitud, toda la opinión que Ricardo Estévez tiene de sí, del mundo, de la vida. Y, hasta cierto punto, su hallazgo le provoca una especie de acre y humillante regocijo.

—Porque, vamos a ver —piensa, mientras cruza la calle Echandía y echa una ojeada hacia Murguiondo para ver si se acerca su colectivo—, vamos a ver qué otra palabra, frase, discurso o lo que diablos sea, puede expresar mejor este lindo resultado de durar, sí señor, de durar, de subsistir como un... (y vagamente señala los adoquines, los ladrillos envejecidos de algún muro, algún papel sucio, atascado en una boca de tormenta). Y como sin querer ha hecho un extraño gesto con la mano —una especie de ademán de recitador escolar— y le parece que una señora que está echando llave a la puerta de su casa lo mira como a un bicho raro, se siente inmediatamente avergonzado, y prosigue su camino tratando de adoptar un aire de compostura y de aplomo.

¡Pero qué compostura ni qué aplomo! Ricardo Estévez, que justamente ayer ha cumplido cuarenta y siete años, y que hace sólo cinco minutos se hallaba concienzuda y melancólicamente entregado a sus habituales preocupaciones acerca del sueldo, de la familia, de su tos tabacal, de la mensualidad del banco, de la hepatitis crónica, etc. (todo eso en medio de un dolor de cabeza y de un malestar al hígado que le provoca náuseas) ha oído —bajo juramento se puede afirmar que ha oído— esa palabra, la palabra miseria, como venida desde afuera, como si ella estuviese calificando globalmente e inapelablemente toda su vida, cayendo de golpe sobre sus pensamientos como un gato sarnoso arrojado en medio de un jardín.

Y, naturalmente, el sueldo, la familia, la mensualidad del banco, etc., junto con su dolor de cabeza y su malestar al hígado, se le aparecen de pronto bajo una luz tan opaca y miserable que sus hombros se hunden un poco más, y sus manos gesticulan vagamente como explicando, como disculpándose, como tratando tal vez de quitarse de encima esa cosa que lo aprisiona, que se le adhiere al cuerpo y a la ropa como una jalea.

Para colmo, al pasar frente a la librería y juguetería que hay en la cuadra siguiente a su oficina, ha mirado de reojo la vidriera, y ha visto. ¿Qué ha visto? En primer lugar, su propia imagen: un individuo flaco, macilento, casi calvo, que lo mira entre imbécil y malhumorado, desde atrás de sus anteojos. En segundo lugar... un príncipe. Pero así: un joven príncipe de rica vestidura azul y empenachado yelmo que, montado en un caballo blanco, arremete, espada en mano, contra un horripilante dragón, mientras una princesita de largas trenzas rubias lo observa desde lo alto de una torre. Y todo esto, como una burla, como una insidiosa burla de su destino, sobrepuesto, metido en su propia imagen, a media altura entre el pecho y el abdomen, en la tapa de un libro expuesto en la vidriera del negocio.

Ricardo Estévez cree de pronto comprender el significado de esa burla, de esa jugarreta infame de su destino. A su vida gris, monótona, estúpida, sin acontecimientos, a aquél, a su destino, se le ha ocurrido enfrentar (¡ah, pero con cuánta malicia!, ¡con cuánta refinada crueldad!) ese mundo prodigioso, rico, colmado de aventuras. Como si alguien, valiéndose de uno de esos trucos mágicos del cine, hubiera querido proyectar juntos, sobrepuestos en un mismo plano, los sueños maravillosos de la niñez, y la imagen de una mezquina, agobiante realidad.

Ricardo Estévez soporta entonces la burla; admite que sí, que efectivamente, su existencia es opaca y estúpida hasta el punto que se la quiera imaginar; que la palabra miseria, aparecida sibilinamente en medio de su pensamiento, se presta de un modo admirable para definirla; en fin, que un tipo, cuyos afanes y preocupaciones van de la mensualidad del banco al sueldo, y del sueldo a la hepatitis crónica, no se lo puede calificar de otra cosa que de mísero o de estúpido.

—Es así —admite—, pero... (y aquí insinúa una especie de defensa, no se sabe bien si ante el autor de la jugarreta, ante sí, o ante el príncipe azul) pero ocurre, mi estimado señor —dice—, ocurre que el mundo en el cual me ha tocado vivir es también espantosamente estúpido y espantosamente miserable. Ya no existen dragones, estimado señor, y tampoco existen princesas encantadas, ni príncipes dispuestos a...

Y empieza así, como sin querer, uno de esos maniáticos, empecinados y silenciosos discursos que, a fuerza de aburrimiento, de neurastenia y de timidez, se han venido haciendo cada vez más frecuentes, casi habituales en él, sobre todo durante los últimos años. Un formalísimo discurso, el de ahora, acerca de las lamentables condiciones en que se desarrolla su vida, y acerca de las ningunas posibilidades que jamás ha tenido para mostrar el “verdadero fondo de su espíritu”, que tal vez sea —dice, y ¿quién puede afirmar lo contrario?— imaginativo y audaz, y tal vez ha estado siempre y esté aún dispuesto a acometer las más temerarias aventuras...

—Porque no se trata de andar por esos caminos del mundo, pibe —continúa, y ahora es evidente que se la está tomando con el príncipe—, no se trata de andar por los caminos del mundo, despreocupado y feliz, montado en un caballo blanco, y a la espera de princesitas que desencantar y dragones que combatir; se trata, mi querido, de soportar con un mínimo de dignidad una vida, en la cual lo más horrible, lo más espantoso, es que nunca pasa nada. Se vive, se dura, se aguanta en alguna forma hasta que se puede aguantar y ya está. ¡Ah!, sí, claro que para pelear con un dragón hace falta coraje, decisión y todo lo demás, estoy de acuerdo. Pero yo te pregunto: para combatir diariamente, ¿entendés lo que te digo, pibe?, diariamente, contra un ejército de hormigas o de bichos babosos, ¿qué es lo que hace falta?

Y así, continuando su especie de arenga, llega, de razonamiento en razonamiento, a pretender demostrar (al joven príncipe, según parece) que él, el príncipe, con todo su arrojo, su linda pluma azul y sus poéticas hazañas, no es más que un afortunado mortal, algo así como un chico mimado (un pibe con suerte, le dice) al cual el destino ha querido facilitarle las cosas, colocándole bonachonamente en su camino princesitas y dragones, en lugar de jefes con mala leche, sueldo que no alcanza, hijos que mantener, dolor de cabeza, malestar al hígado, etc., enemigos tanto más terribles y más poderosos cuanto que el combatirlos no produce gloria ni recompensa sino solamente cansancio, lástima de sí mismo y, por si fuera poco, en el fondo, muy en el fondo, una viva, dolorosa nostalgia por esas portentosas aventuras, las cuales, justamente por esa decisión arbitraria del destino —y eso es lo doloroso— le estarán para siempre vedadas.

—...pero que uno, pibe, se sabe capaz, entendeme bien lo que te digo, capaz de acometer y llevar a buen fin, como vos o como el más valiente y emplumado de los caballeros, ¿no lo creés?

Y quién sabe a dónde hubiera ido a parar con todo eso si no fuera que en ese momento se está acercando a la esquina del matadero y ve, al extremo de la calle, el familiar color marrón y verde de su colectivo. Entonces se olvida instantáneamente de su discurso, se dedica a hurgar el fondo de los bolsillos en busca de las monedas para el viaje y se dispone a ubicarse dócilmente en la fila. Pero como al palparse el saco nota que se le han acabado los cigarrillos, decide demorarse unos segundos, y acercarse hasta el quiosco que está allí, en la esquina, a pocos pasos de su fila para comprarlos (primer detalle).

Mientras repite varias veces su marca —el viejo del quiosco, caramba, parece un poco sordo— y mientras espera, además, que le entreguen el vuelto —el viejo del quiosco no termina nunca de contar las monedas— el colectivo se ha mandado mudar, y a Ricardo Estévez no le queda más remedio que suspirar y esperar el otro (segundo detalle).

Son las doce en punto del mediodía. Un viento tibio balancea blandamente los árboles. La calle entera vibra de luz, bajo un cielo azul, purísimo, sin una nube. Aspira fuertemente el aire: es un aire vivo, denso, cargado de ese olor animal que llega de los corrales cercanos y que lo envuelve como un enorme aliento.

Se ubica frente al cordón, enciende un cigarrillo y, entrecerrando los ojos para protegerse del sol, se pone a mirar distraídamente la calle, la esquina. Nada de particular: hay tres muchachos en la puerta del café, hay un hombre con traje marrón, y hay una chica con guardapolvo blanco. Están: el cielo, los árboles, dos mujeres que hablan entre sí, un auto que pasa lentamente junto al cordón, un grupo de peones del matadero, allí enfrente, un vigilante que compra el diario en el quiosco.

¿Nada de particular? Y no, verdaderamente, nada de particular: el vigilante le grita chau al viejo del quiosco, trota hacia el otro lado de la calle agarrándose la cartuchera, trepa a un ómnibus y se va; algunos de los peones cruzan y vienen hacia el café; el hombre de marrón, que está parado a un metro de la chica de blanco, le habla casi sin mover los labios, y la chica —nueve o diez años a lo sumo— le contesta si mirarlo, con la mirada fija, en cambio, hacia el extremo de la calle; los muchachos bromean en voz alta; el viejo del quiosco cabecea de sueño; el auto vuelve a pasar lentamente muy cerca del cordón. Ve que es el mismo auto.

Ricardo Estévez empieza a barruntar algo, algún detalle, tal vez un poco... un poco extraño, pero quiere, a toda costa quiere convencerse de que no, de que no ocurre nada de particular, de que a lo mejor su imaginación, o el sol, o el dolor de cabeza, le están haciendo ver..., bueno, ver cosas que realmente... Pero, ¡cómo podría ser de otro modo! ¿Acaso no están ahí los muchachos, apoyados en la vidriera, riéndose fuerte, bromeando? ¿No están ahí las mujeres hablando como siempre? Y los peones del matadero, ¿no han pasado casi junto al hombre de marrón antes de meterse en el café? ¿Será posible entonces que sólo él pueda ver, no, ¡qué ver!, adivinar, intuir oscuramente eso que —algún recóndito sentido se emperra en decírselo— está sucediendo en la esquina? Y será posible que nadie, ni los muchachos, ni los peones, ni las mujeres, ni el viejo del quiosco, nadie sino él, alcance a percibir nada, lo que se dice nada?

Ricardo Estévez, inquieto, tembloroso, ha dejado escapar el segundo colectivo. Recostado contra la pared, simulando esperar no sabe bien qué cosa, se pone a observar al hombre de marrón: es un tipo de aspecto realmente siniestro, ¿cómo no se dio cuenta antes?, puede distinguir su frente estrecha y abultada sobre los ojos, y los ojos pequeños, turbios, con algo así como unas lagañas en el ángulo interior, la piel oscura y la pelambre abundante, la nariz y la boca como de macho cabrío, y las manos anchas, fuertes, velludas. Se lo siente poderoso bajo su traje marrón, con algo de animal en su mirada y en su porte...

Bueno, sí, está bien, todo lo siniestro que se quiera, pero, de todos modos, ¿no estará viendo un poco de más? ¿No estará exagerando las cosas porque sí? El hombre se paró allí, cerca de la chica, eso es cierto, pero ¿no habrá sido por pura casualidad? ¿Y le estaría hablando a fin de cuentas, o simplemente le habrá parecido?, ¿se lo habrá imaginado a fuerza de, qué se yo, de temer, de desconfiar? ¿Y lo del auto? Lo del auto, ¿no pudo haber sido una coincidencia y nada más? ¿Es tan extraordinario, después de todo, que un auto pase dos veces por el mismo sitio? No hay que tomar las cosas...

Pero no, no; le habla, evidentemente ve que le habla, sí, y de una manera particular, insinuante. No es la forma común, hay que admitirlo, de dirigirse a una chica, a una criatura casi. Hay algo de ambiguo, algo de repugnante en la actitud del tipo, y de esto puede darse cuenta cualquiera.

Además... además el auto ha vuelto a pasar, muy despacio junto al cordón, y no es coincidencia, no es coincidencia entonces. Ricardo Estévez ha visto, o ha creído ver, una seña casi imperceptible del hombre de marrón al hombre que maneja el auto. Y ve también cómo el auto, por tercera vez, sigue su camino, lentamente, pero sin detenerse.

Tiene entonces como un relámpago de repentina lucidez y recuerda cosas, cosas oídas quién sabe cuándo, viejas historias turbias, aterradoras, difíciles de creer, alguna noticia perdida en algún diario, algún terror lejano de su niñez; y percibe de pronto y con absoluta claridad dos hechos: primero, la presencia, la viviente y palpable presencia de un mundo oscuro, inconfesado, terrible, casi se atreve a llamarlo demoníaco, sin cabida hasta hoy en su mundo (gris sí, mísero sí, pero claro, entendible, Dios mío, terrestre, hecho a su medida de hombre). Mundo subterráneo que irrumpe violentamente en su propio mundo como vomitado desde las tinieblas. Y segundo: que él, Ricardo Estévez, evidentemente, y también un poco sorprendentemente, el único que lo ha percibido y lo ha reconocido a ese mundo, es quien debe intervenir, hacer algo.

Siente entonces un extraño hormigueo en las rodillas y en las manos. El corazón le golpea con fuerza. Súbita y milagrosamente se ha curado de su dolor de cabeza y de su malestar al hígado. Todo su cuerpo (¿pero no era decrépito?, ¿no era miserable?) está como en tensión, excitado, dispuesto no sabe bien todavía a qué. ¿Miedo?, sí, tal vez un poco de miedo, no lo niega, pero eso no cuenta mucho ahora, porque ha visto al hombre de marrón que se ha acercado un poco más a la chica; le habla y, de tanto en tanto, mira en la dirección por donde se acercará el auto. Todo de manera sutil, simulada, casi sin gestos; hasta el punto que ninguno de los que están allí alcanzan a darse cuenta de nada. Ricardo Estévez los mira y los vuelve a mirar como esperando un milagro, como esperando que, de un momento a otro, se rompa ese misterioso encantamiento que les impide ver eso que él, que sólo él, con una agitación que va en aumento, está viendo.

Pero ve que el viejo del quiosco se ha dormido, y que los muchachos en la vidriera del café siguen charlando, fumando, mirando desaprensivamente hacia la calle. Tal vez podría acercarse a ellos, hablarles, explicarles, y entonces todo sería más fácil, más lógico. Casi está por hacerlo cuando se detiene de golpe. Y... si éstos también fueran... —alcanza a pensar mientras los mira aterrorizado, y oye a sus espaldas el ronroneo apagado de un motor.

Se da vuelta y sí, es el auto que vuelve. Por eso el hombre de marrón se ha acercado a la chica casi hasta rozarla con el hombro. ¿Y ella? ¿Pero será posible, esta tonta, que no atine a nada, que no grite, que no se defienda? Se queda allí en cambio, como aturdida, como hipnotizada. Es... es algo raro, tortuoso, algo que a Ricardo Estévez le provoca una sensación de asco y de espanto al mismo tiempo. Una serpiente... —piensa— así deben hacer las serpientes para hipnotizar a los pájaros. Imagina los movimientos lentos, sinuosos, la malla invisible que los va aprisionando hasta dejarlos totalmente inmóviles, sin defensa.

Ve el auto que viene marchando lentamente junto al cordón. Tiene la portezuela de adelante abierta. Ve cómo, el hombre de marrón, con un solo y firme movimiento, medido y enérgico, la acerca, la arroja casi contra la portezuela.

No se puede explicar cómo, pero Ricardo Estévez se encuentra junto al hombre de marrón, agarrándolo de un brazo, gritando, intentando malamente golpearlo.

La chica se separa bruscamente del auto, y huye corriendo en dirección a Echandía.

Recién entonces siente el brazo del hombre de marrón entre sus manos: un brazo ancho, firme, nervudo. Ve su mirada animal fulminándolo con rabia, y casi espera, ésa es la verdad, casi espera, mientras intenta unos golpes torpes, ineficaces, que el otro se le abalance para castigarlo ferozmente, para estrangularlo, para matarlo.

Pero en cambio no, con sorpresa ve que el otro no responde a sus golpes, que lo mira durante una fracción de segundo, y mira al auto con impaciencia, y tiene un momento de vacilación, hasta que, con un empujón violento, lo desprende fácilmente de sí, lo lanza como a un muñeco. Ricardo Estévez siente chocar con fuerza su espalda y su nuca contra el tronco de un árbol. Dolorido y mareado todavía alcanza a ver cómo el hombre de marrón se dirige rápidamente hacia el auto; ve cómo apoya un pie en el estribo, y se agacha, y se toma de la portezuela como para subir.

Pero bruscamente se vuelve y se le acerca. Trae —recién cuando lo tiene encima puede verlo— un pequeño cuchillo en la mano.

Ricardo Estévez siente el dolor del puntazo en el vientre, sólo unos segundos antes de ver cómo el auto se aleja, no a mucha velocidad, por Avenida del Trabajo.

Todo fue increíblemente rápido. Tanto que nadie, ni los muchachos que estaban allí, a pocos metros, se han dado cuenta de nada.

Recién cuando se desliza hacia el suelo, apoyado contra el árbol, apretándose el vientre con las manos, algunos, con curiosidad, se le acercan. Apenas con tiempo para oír cuando, pálido, muy pálido, pero sonriendo, antes de desmayarse alcanza a murmurar:

—¿Has visto, pibe?




Un señor alto, rubio, de bigotes

(fragmento)

" Y frío, frío y humedad, a pesar del sudor y del zumbido de los ventiladores, frío porque el sol y el aire y el olor a tierra son cosas increíblemente lejanas, no existen. Y en cambio sólo existen los archivos y las paredes y la campanilla del teléfono y las ocho horas allí, sumergidas en ese oscuro pantano, viscoso, tenso, donde la sangre huye de las venas y donde el vivir y el estar de pie y el no hacer nada frente al escritorio significa vencer una presión constante, tenaz, abrumadora…
Y es el señor Linares, eficiente, dinámico, sin segundas vidas, íntegramente allí, ocupando el escritorio central, firmando, dictando cartas, hablando pro teléfono, con su voz suave, agradable, bien modulada. -Con todo gusto, señor, encantado, quedo a sus órdenes. ¿Quiere tomar nota, señorita Mary?- diciendo a cada momento: soy el señor Linares, soy el gerente, estoy aquí, aquí, aquí, ¿por qué?, ¿cuándo?, ¿dónde?, ¿para qué?, inquiriendo, preguntando, reprobando, ordenando, sin abandonar su escritorio, sin dirigirse a los empleados, sin mirarlos siquiera, llenando con su presencia toda la oficina, haciendo confluir hacia él todos esos minúsculos ríos de cuerpos inclinados sobre los papeles, frentes arrugadas, manos nerviosas, ágiles, eficaces, soy el señor Linares, soy el gerente, me interesa todo, estoy aquí, aquí, aquí.
Y son los catorce empleados (nueve mujeres y cinco hombres, pero eso en al calle, no aquí) metidos en el pantano, con sus oídos y sus nervios y sus estómagos dirigidos hacia el escritorio central del señor Linares, demostrando un enorme interés por los papeles y las planillas y por los inconvenientes del envío –es una lástima, hubiéramos reconquistado un buen cliente, señor Linares-, mintiendo, agotándose en l esfuerzo de mentir, componiendo a duras penas el gesto, sin darse cuenta de ello siquiera, ignorando el motivo de ese cansancio que los agobia cuando a las siete suena el timbre de salida y en la calle buscan desesperadamente el trocito cotidiano de vida adonde asirse, adonde recalentar la sangre que sigue por inercia el mismo ritmo lento, agazapado, enfermizo, de todo el día, sintiendo luego por la noche esa ligera fiebre que los impulsa a hablar, o a pensar, o a reír, o a comer, o a beber, o a copular, intensamente, apresuradamente, febrilmente, como si tuvieran conciencia de lo fugaz que es ese pedacito de tiempo suyo, suyo de veras. "





ESTIMADO PRÓCER
(fragmento)


Una plaza. En un costado, la estatua de un prócer. En el otro, un banco donde aparece, sentado, el personaje. Tiene 45 años. A su lado, una valija, no un portafolios, sino una vieja valija con algún remiendo, de las que se usan para llevar muestras.

Estimado prócer... (Se levanta.) No, no me mire así. No he venido a venderle nada...

Ocurre que hasta las dos y media no abren en lo de Dubcovsky Hermanos. Por aquí no tengo ningún otro cliente... y espero. ¿Qué voy a hacer?

Son las dos recién. Todavía faltan treinta minutos...

Mire, hoy, seguro seguro que algo van a comprar. Y son tipos éstos que del uno al cinco de cada mes... (Señas de pagar.) ¡Muy buena gente! ¿Usted no los conoce?

¡Pero sí!... ¡Si están aquí, al ladito de la plaza! ¿Tiene que conocerlos! Uno gordo... de campera... ése es José Dubcovsky. Ése es el que hace las compras. El otro se llama Marcos, es un petisito, rubio, que está siempre al fondo del negocio. ¡Cómo no los va a conocer!...

(Pausa.)

Bueno, pero a lo mejor usted... está pensando en otras cosas. Qué sé yo. Cosas importantes... la patria... la humanidad... No se interesa por ellos.

(Señalándose el pecho, casi con un gesto de desafío:)

¡Pero yo sí me intereso!

Oiga: Dubcovsky Hermanos: Villegas 429; Francisco Adad: Almafuerte 453; Bazar “La Flor de Lis”, de José Álvarez: Rondeau 921. Pedro Flores... ¿Eh? ¿Qué me dice? ¿Ve? Todos en la cabeza los tengo. ¡Y no solamente la dirección! Le puedo dar, nombre por nombre, ¿sabe?, ¡nombre por nombre!, la fecha de su última compra, la forma de pago, si son morosos o no son morosos... Todo le puedo decir. Sí, todo. Hasta si son peronistas, radicales, socialistas, o lo que sea. Todo.

Sí, son mis clientes. Es el mundo en que yo ando todos los días, ¿entiende? (Lentamente, pensando lo que dice:) Todos los días. Uh... si lo conozco...

(Transición brusca.)

Usted no los conoce, ¿verdad? Claro, usted no puede pensar en ciertas cosas. Sería ridículo. Con esa prestancia que usted tiene (lo imita), esa barba... esa frente... Esa frente en donde sólo caben altos pensamientos... No, no puede.

Y sin embargo me gustaría, ¿sabe? Me gustaría verlo a usted metido en mi mundo. Aunque fuera por una semana...

(Pausa)

Ah... libros (acariciándolos), bonitos libros... ¿Usted nunca intentó leerlos en el 217? Es ese colectivo que para ahí, en la esquina de la plaza. Le sugiero que no lo intente. Es un poco molesto, ¿sabe? En el colectivo no se viaja solo. En el colectivo hace mucho calor, además. La gente lo empuja, lo aprieta, lo codea. A veces no hay ni lugar para apoyar los pies y falta el aire. Es sofocante, ¿sabe?

¡Y la valija! La valija que molesta por todos lados. ¡Y la otra mano que usted tiene que tener prendida ahí para no caerse! ¿Con qué mano va a tomar los libros entonces? ¿Me quiere decir?

Además... La cabeza siempre ocupada. ¡Eso, eso, eso, eso! ¡Siempre ocupada la cabeza! ¡No, qué humanidad ni qué niño muerto! ¡Cosas concretas! ¡Cosas urgentes, señor! Las ventas que hizo, por ejemplo. Las que podría hacer. Multiplica y le queda tanto de comisión. Entonces piensa que la semana es floja. Y que tiene que verlo a Fulano. Pero antes de las cinco porque después no atiende a los corredores. Y piensa que si Fulano comprara una docena serían... Y multiplica otra vez, y otra vez hace cálculos...

En fin, usted no puede imaginarse todo lo que piensa un hombre que está en la calle vendiendo.

Yo le digo que no piensa en otra cosa que no sean las ventas. Yo se lo digo. (Serio.) Yo, que a veces quiero pensar en otra cosa y no puedo. (Transición.) ¿Pero usted qué se cree? ¿Que yo nací con la valija en la mano o qué? ¿Usted no cree que yo antes era distinto?

Mire, cuando muchacho soñaba que llegaría a ser un gran hombre. No, no soñaba, estaba seguro. ¿Y todo por qué? Porque yo tenía una forma distinta de mirar las cosas, de mirar el mundo... qué se yo... una forma... meditativa. A lo mejor es ésa la palabra.

¿Cómo le podría explicar?...

Uh... ¿me permite? Una hormiga. Estaba por llegar a un sitio... inconveniente... (La toma y la deposita en el suelo.)

¿A usted nunca se le ocurrió preguntarse qué piensa la gente cuando ve esa hormiga, por ejemplo? A mí sí. Y me daba cuenta de esto: que la mayoría de la gente, al mirar una hormiga, inmediatamente pensaba en la verdura, la quinta y el hormiguicida. Tac, tac, tac. Una relación casi automática. Verdura, quinta, hormiguicida.

Bueno, a mí no me parecía mal que la gente pensara así. No, de ninguna manera. Yo decía: es la forma simple, la forma directa de entender las cosas.

¿Sabe en qué pensaba yo?

(Evocando, con absoluta, honda sinceridad:) Yo pensaba en el milagro de la vida...

(Pausa. Transición brusca.)

Entonces quedaban dos posibilidades. O yo era un estúpido, o tenía verdaderamente una forma distinta de mirar las cosas. Y como un estúpido aparentemente no era, entonces estaba convencido de que llegaría a ser un gran hombre. ¿Eh? Razonamiento lógico.

(Pausa.)

No, mi estimado prócer. Razonamiento nada lógico. Yo no soy un gran hombre. Por lo tanto era un estúpido. ¿Ha visto cómo cambia la conclusión? Hormiga, verdura, quinta, hormiguicida... ¡La sabiduría, mi estimado prócer!

Porque habrá de saber que el mundo no está hecho para la gente meditativa. Está hecho para gente de acción. Y al tipo que al mirar esa hormiga se le ocurre pensar en el milagro de la vida... Ese tipo... (lo bendice) está listo. Se lo digo yo.

Por eso yo ahora pienso en Dubcovsky Hermanos, Villegas 249, abre a las dos y treinta, encargado de compras: José Dubcovsky, paga del uno al cinco de cada mes. Categoría: muy bueno.

¿Pero usted me comprende? No del todo, ¿verdad? Claro, ocurre una cosa. Ocurre que a los que les hacen una estatua no suelen ser tipos meditativos. Todo lo contrario. ¡Todo lo contrario!

Dígame, ¿qué le sugiere esta hormiga, mi estimado prócer? A no hacer trampa, ¿eh?

Mmmm... usted, por el aspecto... así, de hombre inteligente, debe ser de los que piensan en el hormiguicida. Sí sí sí, estoy seguro. Y eso está bien. Usted es un sabio. Yo lo felicito.

Si usted no hubiera pensado siempre así, ¿sabe qué estaría haciendo ahora?

(Toma la valija del banco.)

No, no se asuste. Esto no es una bomba. ¿Y le parece que yo tengo cara de terrorista? No...

Además —y me va a disculpar—. Yo no sé ni siquiera cómo se llama. ¿Para qué demonios le voy a poner una bomba?

No, no. Quería decirle que ahora estaría vendiendo aparatos de metal para vidriera.

(Gritándole:)

¡Aparatos de metal para vidriera!

No, no ponga esa cara. Hay trabajos peores, después de todo.

Es que la vida no le permite elegir mucho ¿sabe?

La vida lo agarra a uno por una oreja y le dice: ¡Vamos! ¡Vamos! ¡Corra! ¡No pierda tiempo!

Porque en cuanto se queda quieto, atrás viene una cosa tremenda que lo aplasta. Y la vida: ¡Vamos! ¡Hoy, hay que pagar la olla, no mañana! ¡Hoy, hoy hay que pagarla!

Y entonces uno corre, corre para que eso que viene atrás no lo aplaste, corre desesperado, de cualquier manera, a medio vestir, con un pedazo de pan en la boca todavía, se cuelga de lo primero que encuentra...

Vida, ¿me permite un segundo? Yo quisiera recibirme de ingeniero porque...

—¡Ja, ja! ¡Ingeniero dice! ¡Corra, corra! ¿No ve que ya la tiene encima a esa cosa tremenda? ¿No ve que ya le está pisando los talones? ¡Corra! ¡Corra, le digo!

Y claro, tiempo para elegir no hay. Y uno no sabe cómo pero de pronto se encuentra vendiendo. Agujas para máquina, sacacorchos, bandejitas de mimbre... Sí sí, todo eso yo he vendido. Y en carnaval, una vez, caretas, pomos y papel picado, de veras.

(Caviloso:) Y se llega a los cuarenta y cinco años y se encuentra vendiendo aparatos de metal para vidriera.

(Transición.)

Mire, se llega a vender aparatos de metal para vidriera por muchos motivos. Eso en apariencia. Pero en realidad hay un solo motivo. Uno solo. Es el de ponerse a pensar en el milagro de la vida en vez de pensar en el hormiguicida.

Usted no lo cree, ¿no? Pero es la verdad.

(Pausa.)

En fin... ¿qué hora es? Todavía faltan diez minutos. Seguro seguro que van a c... ¿A usted qué le parece? ¿Comprarán o no comprarán?

De todas maneras después me voy... (saca una libreta) me voy... me voy... a lo de Francisco Adad. Después tomo el colectivo y a eso de las cinco estoy en lo de Cataldi: Vallejos 2931, un poco duro de pagar pero paga. Me dijo que pasara más o menos para esta fecha, así que una docenita le voy a vender... Sí señor...

El colectivo se toma aquí, en la esquina de la plaza. Usted debe ver la cola siempre. ¡Uh... si sube gente aquí! A la salida del trabajo esto es un manicomio. Todos se apuran, reniegan, se apretujan en el colectivo, se pelean por nada. Parecen enloquecidos. ¿Usted se ha fijado?

(Pausa.)

¿O no se ha fijado?

¡No no no! Lo que le pregunto es importante. ¿Se ha fijado o no?

¿Sabe por qué es importante? Porque Buenos Aires es toda así, mi estimado prócer. Rostros malhumorados, cansancio, empujones, preocupación, apuro, calor, malabarismos con el sueldo, ¡qué sé yo! Eso es Buenos Aires. Ésa es la ciudad en donde usted está olímpicamente asentado, elucubrando sus altos pensamientos.

¡Altos pensamientos! Dígame, ¿usted cree, en serio, que la gente aunque quisiera podría pensar en esas cosas? ¡Por favor!

Mire, suponga esto. ¿Ve ese árbol? Es un hermoso árbol, ¿no es cierto? Grande... frondoso... acogedor... Parece el árbol de aquellas composiciones del colegio, ¿se acuerda? Da la sombra al caminante, da los frutos, da la madera, etcétera...

(Recitando:)

Es nuestro mejor amigo
muchas ternuras nos da
se pasa la vida dando
nunca se cansa de dar...

Prócer, ¡he allí un benefactor! Un auténtico benefactor de los hombres. Reverenciemos al árbol, prócer. (Lo reverencia.)

Bien, supóngase que ese árbol, ese magnífico árbol, en vez de crecer allí, libremente, lo hubieran obligado a crecer en un pedacito así de tierra, junto con otros cincuenta árboles. Es una suposición, claro.

¿Qué ocurriría entonces? Ocurriría que los cincuenta árboles estarían constantemente disputándose ese pedacito de tierra. Estarían luchando como fieras para vivir, para conquistar un poco de sol, para no morir aplastados por los otros, ¿entiende? ¿Usted cree que darían fruto? ¿Usted cree que podrían dar algo? No, no podrían dar nada. ¿Sabe por qué? Porque toda su fuerza, toda su rabia, ¿sabe?, la emplearían para sobrevivir, nada más que para eso.

¿Y sabe cómo mirarían esos cincuenta árboles, apiñados, raquíticos, a ese árbol frondoso, solitario, magnífico? ¿Sabe cómo lo mirarían?

Como yo lo estoy mirando a usted ahora.

Pensarían: claro, a él le hacen las composiciones, él da, él siempre da, da la sombra, da el fruto, da la madera... ¡Ah... qué generoso...!

¿Y nosotros? ¿Qué somos? Somos pobres diablos, ¿no?, somos raquíticos, ¿no?, somos egoístas, ¿no? ¡Que venga ése a vivir aquí a ver si le siguen haciendo composiciones!

Vida, ¿me permite? Yo quisiera ser un árbol generoso. Sí, sí, quisiera dar mi sombra al caminante, dar mis frutos, dar mi madera a los hombres para... ¡Ja, ja! ¡Generoso! ¡Dice generoso! ¡Vamos, vamos! ¡Hay que robar un poco de agua para vivir!, ¡hay que abrirse camino aplastando!, ¡hay que quitar el sol a los otros! ¡Vamos, vamos!

Porque eso somos nosotros, estimado prócer. Eso somos, los pobres tipos, los egoístas, los que pensamos en Dubcovsky Hermanos en vez de pensar en la humanidad.

Vida, ¿me permite? Yo quisiera ser un benefactor de la humanidad...

(Ríe inconteniblemente.)

(Serio, de pronto:)

Pero se necesita ser caradura para estarse ahí representando su papel de prócer, ¿eh? ¡Es algo increíble!

La gente corre, se afana, se desespera por vivir, piensa en las deudas, en el sueldo, en los zapatos, en la familia, en los clientes, ¡qué sé yo! ¡Y usted allí, por encima de todo!

¿Sabe qué es eso? ¡Eso es una insolencia, señor! ¡Sí sí sí, no me lo vaya a negar! Ser prócer es una insolencia. Ser un gran hombre es una insolencia. Es un insulto. Es como decir a la gente: ¿ven?, yo soy un prócer. Yo soy un gran hombre. Un benefactor de la humanidad. Yo estoy más allá de todas esas pequeñas cosas absurdas que a ustedes les preocupan y me doy el lujo de tener altos pensamientos. ¡Fíjense!

Porque es así señor. ¡Sus altos pensamientos son un lujo! ¡Un Cadillac último modelo! ¡Eso son sus altos pensamientos! Un lujo que se puede dar usted. ¡No nosotros, los pobres tipos que estamos aquí peleando por el tiempo y por el centavo!

¡Un lujo, señor! ¡Un insulto!

¡Váyase a bañar!

¡Abajo los próceres!

(Gritando:)

¡¡Abajo los próceres!!

(Le vuelve la espalda.)

(Pausa. Volviéndose para mirarlo detenidamente:)

Y mire que después de todo es una figura ridícula usted, ¿eh? Ese paso al frente... esa barba... esa mirada por las nubes... esa pila de libros... Yo no me explico cómo la gente no se detiene, lo mira un segundo y no lo hace pedazos. No me explico.

Porque usted está provocando, ¿no? Usted se está riendo de millones y millones de pobres tipos, ¿no?

¿Sabe? Ahora me gustaría tener una bomba en la valija. Le juro que se la arrimaría al pedestal, así, despacito despacito, encendería la mecha y... ¡bum!, lo haría saltar en pedazos con toda el alma.

O si no, ¿sabe qué haría? Lo obligaría a bajar de allí y vender aparatos de metal para vidriera.

¡Bájese! ¡Tome! ¡Aquí tiene mi valija! ¡Vaya! ¡Vaya a lo de Dubcovsky Hermanos! ¡Vaya!

Ah, se queda ahí, ¿eh? ¡Se está cómodo! Es lindo ser prócer, ¿eh? ¡Poca vergüenza! ¡Eso es lo que usted tiene!

(Pausa)

¡Huy, ya es la hora! Sí sí, ya están levantando la vidriera. ¡Adiós prócer! (Mientras se retira:) Me voy a lo de Dubcovsky Hermanos. Villegas 249. Paga del uno al cinco de cada mes. Categoría: muy bueno. Encargado de compras: José Dubcovsky. Vamos a ver qué pasa... vamos a ver... vamos a ver... (Sale.) (...)




HUMBERTO COSTANTINI


Nació en Buenos Aires, en 1924. Fue Cuentista, novelista y autor teatral. Si vale la comparación, desde su vida hasta su aspecto físico, sería una especie de antítesis de Jorge Luís Borges.

En 1959, con Arnoldo Liberman, Oscar Castello y Víctor García Robles fundaron la revista de literatura El Grillo de Papel. Publicó entre otros, Un señor alto, rubio, de bigotes (1963), Tres monólogos (1965), Más cuestiones con la vida (1967), Una vieja historia de caminantes (1969), Háblenme de Funes (1971), Los héroes de Trelew (1973), Bandeo (1975) y De dioses, hombrecitos y policías (1979). Esta última novela consiguió el Premio "Casa de las Américas" y ha sido traducida al inglés, alemán, hebreo y búlgaro.

Con el golpe militar (la dictadura genocida argentina, en 1976), se exilió en México.

Humberto Constantini escribió sobre los yanquis y la invasión a Santo Domingo, las cosas comunes, el Che, Gardel, los conventos de Buenos Aires, los clubes sociales y culturales y las peñas literarias. Regresó a la Argentina en 1984, tres años antes de morir, el 7 de junio de 1987.

Dejó inconclusa su novela Rapsodia de Raquel Liberman.

Humberto Costantini es uno de los grandes cuentistas argentinos, y también un escritor olvidado que espera vindicación y lectura.

Además de poeta, narrador y dramaturgo, Costantini ejerció a lo largo de su vida, junto a su casi secreta labor de investigador científico, los más diversos oficios: veterinario en pueblos de campaña, oficinista, corredor de comercio, ceramista, etc. Estas actividades le ayudaron a profundizar en el conocimiento y los matices que forman las capas medias de nuestra sociedad, con cuyos caracteres y lenguajes enriqueció su prosa. Fue, sin dudas, una influencia notable entre los jóvenes escritores de la década del 60.

Heredero del grupo de Boedo y de la preocupación social que lo definiera, Costantini participa y milita en las revistas literarias de izquierda de la década del 50 en las que se manifiesta de manera polémica contra el populismo y el pintoresquismo naturalista. Es por entonces cuando publica sus primeros cuentos, de temática realista y estilo expresionista. A lo largo de su obra, Costantini construye una personalidad literaria definida, la cual se vale de distintos elementos, como ser los símbolos y las alegorías, los monólogos interiores de sus personajes, la literatura fantástica, el realismo mágico, el costumbrismo y hasta la mitología clásica, para abordar la que fuera, en definitiva, su principal obsesión: la alienación del hombre en una sociedad hostil. Una de las características de su estilo es la de llevar a sus personajes a situaciones límite, exasperando la realidad en grotesco.





fuentes:

letropolis

http://www.epdlp.com/



1 comentario:

Anónimo dijo...

hola amo el cuento "El cielo entre los durmientes" tengo 13 años y estubimos viendo los cuentos de humberto constantini

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