Eran los años del menemismo y la desilusión. Estábamos haciendo Tito Andrónico en el sótano abandonado, refaccionado y recuperado por nosotros mismos. Habíamos escarbado escombros y basura a pura prepotencia juvenil y amor al teatro. Volteamos paredes. Inventamos una sala teatral. Era la Escuela Municipal de Arte Dramático (EMAD) que tenía a profesores y alumnos movilizados ante la inacción municipal de entonces. El grupo conducido por Roberto Castro parecía un tractor imparable. Abordar esta difícil tragedia de Shakespeare era un desafío tormentoso a partir de todos los muertos que quedaban en el camino a lo largo de la obra, la intensidad de los personajes, sus vínculos sangrientos.
Una noche vino Alfredo Alcón a ver una función. Antes de salir a escena se armó el alboroto, sabíamos de su presencia y sentimos un miedito extraordinario. Emoción. Un referente indiscutible estaría dos horas destripando nuestro trabajo. ¿Qué pensaría, que sentiría, cuál sería su opinión? Hicimos una función muy buena. Se apagaron las luces. Aplausos. No había telón, ni escenario, solo cemento frío y cuerpos desnudos en éxtasis.
Epílogo. Cuando nos fuimos a cambiar, en el improvisado camarín repleto de trastos y maderas, apareció él. Enormemente humilde nos dio la mano, un beso, un abrazo a cada uno. Nos dio una devolución personal, uno por uno, a solas con cada cual, sobre el desarrollo de cada personaje, y un gracias por nuestra ofrenda hacia el público, hacia él. Jamás lo olvidaré. Apenas unos minutos para conocer una vida. Ese aliento nos empujó hacia el futuro.
Con el tiempo, la profesión me demostró que se puede ser talentoso y buena persona, y tener registro del otro, y no creérsela, sin vanidades, con el ego manso, disfrutar del arte y las emociones de una ceremonia fascinante, a pesar de que, a veces, nos cruzamos con seres pequeños pequeños que se imaginan importantes.
Hasta siempre, Alfredo.
Una noche vino Alfredo Alcón a ver una función. Antes de salir a escena se armó el alboroto, sabíamos de su presencia y sentimos un miedito extraordinario. Emoción. Un referente indiscutible estaría dos horas destripando nuestro trabajo. ¿Qué pensaría, que sentiría, cuál sería su opinión? Hicimos una función muy buena. Se apagaron las luces. Aplausos. No había telón, ni escenario, solo cemento frío y cuerpos desnudos en éxtasis.
Epílogo. Cuando nos fuimos a cambiar, en el improvisado camarín repleto de trastos y maderas, apareció él. Enormemente humilde nos dio la mano, un beso, un abrazo a cada uno. Nos dio una devolución personal, uno por uno, a solas con cada cual, sobre el desarrollo de cada personaje, y un gracias por nuestra ofrenda hacia el público, hacia él. Jamás lo olvidaré. Apenas unos minutos para conocer una vida. Ese aliento nos empujó hacia el futuro.
Con el tiempo, la profesión me demostró que se puede ser talentoso y buena persona, y tener registro del otro, y no creérsela, sin vanidades, con el ego manso, disfrutar del arte y las emociones de una ceremonia fascinante, a pesar de que, a veces, nos cruzamos con seres pequeños pequeños que se imaginan importantes.
Hasta siempre, Alfredo.
6 comentarios:
Enorme post, Mancu y me encantó el cierre.
Hermoso recuerdo. Un abrazo
gracias, abrazo grande Dani
Cuántas sensaciones despierta una gran persona como Alcón ¿no?... me imagino lo que movilizaría en el interior de los actores cuando presenciaba una obra... y que después les hiciera una devolución a cada uno!!!!!! Habrá sido una gran expetiencia!
Gracias, Pata, Hilda, abrazote y besos
siempre fue mi actor preferido, vi todas sus peliculas, un gran hombre, un caballero y un grande !
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