martes, 15 de febrero de 2011

LA INDIFERENCIA



Antes de leer el excelente texto que nos afanamos del facebook de Carla May, sería importante reflexionar unas pequeñeces: Nadie está exento de cumplir con los requisitos indispensables para ser un indiferente, o comportarse como tal, algunas veces.

Sucede inconcientemente o adrede, o las dos cosas a la vez (porque el inconciente nunca se equivoca).


Creemos no serlo porque en ciertos momentos pensamos en el otro, hacemos algo por el otro, aunque enseguida lo olvidemos y seguimos con lo nuestro. Entonces, el otro queda inmerso en un nebulosa, los días pasan mientras el otro espera alguna señal de nosotros (que no llega). Las relaciones son así, ¿viste? de ida y vuelta. No alcanza con una movida sola, el partido sigue aunque uno se distraiga; movés vos, muevo yo, movés vos, muevo yo...

Nosotros nos habíamos quedado contentos (ya pensamos en el otro, ya está, ya lo hice... y me olvidé). Pero el otro sigue esperando, esperando, esperando... no por cómodo sino porque necesita de nosotros (como nosotros viceversa). La única manera de evitar el sufrimiento, es avisarle al otro para que no espere más, transparentar el verdadero vínculo que existe (o comprobar que no hay ninguno).

Un llamado que no contesto, un mail que no vuelve, un socorro mudo que grita desde el desasosiego y lo ignoro, un olvido prolongado, cierto menefreghismo sutil e indolente que persiste como los ácaros y está sobre la mesa... pueden acompañarnos como una sombra cada día y enfriar nuestro ego, aún más.


Si no hacemos nada, si todo sigue igual, ahí, en ese momento, cuando sucede eso, ahí hay indiferencia...



    A la falta de preferencia o interés, lo que está localizado en la punta del látigo del desprecio, se le llama indiferencia.

    Es lo que se experimenta en el grado cero de la emoción, es decir, cuando los sentimientos están más fríos que calientes. Los cínicos, que mienten con desfachatez; los arrogantes y los soberbios que estiman su sí mismo en demasía; son indiferentes porque están fuera del escenario, porque parece no importarles nada. No estar implicado afectivamente con algo es un arma poderosa para manipular a los otros, al medio y al interior propio.

    La indiferencia es un lujo afectivo porque el indiferente no sufre con el sufrimiento de los demás. Y así como no sufre tampoco ríe, se sorprende, grita, llora o patalea. El indiferente no hace lo que todos los demás sí y por eso puede tachársele de aburrido o pedante. Los indiferentes nunca faltan en todas partes porque la indiferencia flota en el ambiente. Es como el aire que uno respira. Mientras todos se preocupan demasiado por sí mismos nadie se preocupa por los otros. La indiferencia permite la pobreza, el abuso, la violencia y la frialdad, por algo las calles se han llenado de basura, mendigos, vagabundos, prostitutas, asaltantes y corruptos. Como permite el empobrecimiento del espíritu, termina por enfriar todo aquello que encuentra a su paso. Es la guerra fría a la que todos juegan quizá sin darse cuenta. Cuando se quiere ser frío, se opta por ser indiferente.

    Sin embargo, hay dos tipos de indiferencia, la real y la simulada, pero al igual que todas las emociones lleva una suerte de gestualidad que la deja fluir por todo el cuerpo, después de todo cuando uno se muestra indiferente lo hace completito y no por partes. Es decir, toda emoción siempre lleva dentro una suerte de actuación, una estilización individual que sólo le pertenece a quien la porta. Y esa estilización va a todas partes con sus portadores, es como una sombra que no se ve, pero que está pegada a los diferentes modos de ser de cada uno.

    La indiferencia real, la que no se actúa, la que es más natural que artificial, no necesita de mucha estilización porque simplemente brota, como los suspiros o los recuerdos. La simulada, salta con cierta intención de hacer como si nada pasara, niega la vida porque hace como si en la vida no hubiera pasado nada. Es una suerte de venganza endulzada con la perversión de hacer sentir al otro que no se siente.

    Sin importar la forma en que se presente, al negar la vida, la indiferencia mata, tortura, aniquila, pero no a quien la porta sino a quienes se les aplica. Necesita de los demás para poder despreciarlos. Al ser un escudo protector para el gladiador que la posee, también puede servirle de lanza para herir a los demás. La indiferencia es un modo muy particular de negar la comunión de los demás con el desprecio.

    No obstante la indiferencia es casi una condición generalizada. En un mundo en el que todos se enamoran cada vez más de su sí mismo, la posibilidad de vivir juntos se desvanece porque en la indiferencia el otro desaparece, con todo y sus emociones. Y no vale nada.

    Pero como el otro desaparece, el indiferente también se desintegra porque al negar la sociedad a la que pertenece se niega a sí mismo y entonces no le queda nada más que un mundo idealizado o mistificado que lo aleja de la realidad en la que vive. Los indiferentes viven en un mundo que han creado para sí porque sólo importan ellos, nadie más.

    La indiferencia generalizada permite toda clase de abusos desde el incremento de los precios de la leche hasta la violencia sexual. Y a esta sociedad le hace falta implicarse más con su realidad para poder modificarla.

    Desgraciadamente la indiferencia parece triunfar en un mundo en donde la falta de compromiso es una posición más cómoda. Mientras el compromiso exige responsabilidad, la indiferencia sólo requiere del cinismo, la soberbia y la arrogancia para olvidarse que el mundo está roto o a punto de romperse.



Daniel Mancuso

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