Si algo tiene que pasar va a pasar, y si pasa, pasa frente a la ventana, pensó. La putísimamadrequelarremilparió a mi suerte, pensó después. El ronroneo mecánico lo despaviló; se acababa de dormir profundamente. Un auto murmuraba ronco mientras su dueño demoraba infinitos minutos en apagar el motor. ¿Qué hace, por qué tarda tanto? los vidrios de la ventana vibraban al compás del escape del auto, su cabeza también. Se levantó a espiar entre las endijas de la persiana. Una parejita se despedía interminablemente en el interior del vehículo en marcha. Dale, apagalo, dale hijo de puta, apagalo. Al rato, portazo, bocinazo de despedida, y arranque furioso a lo Meteoro. ¡Por Dios! Miró el cielorraso que no veía. Palmó.
El vino le cayó muy mal, había tomado demasiado. La cena terminó a medianoche y hasta que llegó a la cama pasó una hora y media más. Cerró los ojos y se vio flotando a la deriva en el Tunel del Tiempo, pero no caía en ningún lado, estaba ahí, dando vueltas entre las sábanas, y se mareaba doblemente. No supo cuánto tiempo navegó en la incertidumbre del desvelo, pero fue mucho. Se extinguió, al fin.
Silencio. Paz. Pájaros lejanos saludando a la luna. El camión de la basura apareció con su panza come residuos de acero y se dispuso a compactar su carga a escasos metros de su almohada. La prensa hidráulica chillaba prepotente. Abrió penosamente un ojo, la oscuridad del cuarto se le metió en la retina con una lejana lucecita roja en el centro; tuvo que abrir el otro, y así, fue haciendo foco, lentamente, y la nubecita roja se transformó en números. 4: 47 (titiliban los :) y se enfureció.
El dormitorio estaba en un primer piso, a la calle. Una calle tranquila que, no supo cuando, mutó en desafinada locura. Extraños sonidos, inesperados, habitaban las madrugadas de ese barrió que supo ser el pequeño paraíso que siempre había deseado. Una ruidosa invasión había llegado. Camiones y volquetes se estacionaron a la vera de las casas chorizo, derruídas para parir moles de cemento de 20 pisos y portero visor y portón automático. Todo aumentó; más autos, más perros y paseadores, más caca en las veredas. Aumentó el ABL, y las puteadas a Macri se hicieron rezo cotidiano.
Crujió el ropero o el taparrollo o el mueble del televisor, despacio. Los ecos de una conversación banal taladraron la calma. Dos o tres adolescentes vociferaban las sandeces de una fiesta incierta. Tardaron innumerables segundos en irse... Voces, voces, voces... refunfuñó y se volvió a dormir. Un pozo oscuro lo chupó. Duró poco. La eternidad del sueño se esfumó abruptamente. Un coro de palomas, en la única palmera de la cuadra, gorda y desfalleciente como la Torre de Pisa, arrullaba insolente. Le gustaba mirar la planta con la ventana abierta, mientras tomaba mate en la cama. Cada mañana desayunaba fingiendo estar en un hotel del caribe, esperando el sol del amanecer escondido detrás del tronco que se yergue a escasos 2 metros del balcón del dormitorio. El barullo de las aves lo sacó de quicio. Suspiró apenado (5:18). El zureo insistente lo torturaba como una gota china (5:39). Un hiato de nada vibratoria lo esperanzó. ¿Se fueron? Alerta, se quedó esperando que volviera el arrullo, y volvía, y volvía. Fue al baño a mear (6:03), a la cocina a tomar agua fresca de la heladera, salió al patio con un escobillon para azuzar a los colúmbidos a un vuelo exploratorio por otros sitios del planeta. No lo logró, alguna que otra se posó en los árboles cercanos y todas lo miraban curiosas, sin miedo, desafiantes casi.
Volvió a la cama derrotado y con frío, se tapó las orejas... Cuando subió al tejado no imaginó la inteligencia columbina, con el fal no podía hacer puntería, las turras hicieron nido del otro lado, evitando ser un blanco fácil... plan B, se puso el cinturón antigravitacional, tomó el bidón y despegó... después se sentó en la baranda a mirar la palmera ardiente, hubo llamaradas de hasta 30 metros de altura; sólo 4 litros de nafta super. Huían en llamas, cuanto más aleteaban más se encendían. Lloró de alegría. El fuego tomaba los cables como reguero de pólvora y las perseguía cual lengua roja hambrienta de plumas chamuscadas, hermoso... Hermoso silencio. Un rayito que se colaba por la persiana le pinchó la cara, pero no fue eso lo que lo trajo a la superficie, fue una bicicleta insolente que venía con silvato hiriente, ofreciendo churros con una O enorme y dilatada que ofendía el domingo. Se incorporó de golpe, para cerrar el vidrio y atenuar la oferta indiscreta. Eran las 8 y cuarto, carajo.
Otro desmayo. El colchón se lo tragó en un sopor milagroso. ¿Qué? ¿Qué pasa...? Alguien lo zamarreaba cariñosamente. Su mujer (9:23). Dale gordo, vamos, me prometiste que hoy íbamos a caminar al parque, dale, levantate que es un día hermoso... Qué bien dormí... dale, gordo, despertate che... Gordo, ¿te gustan estas calzas azules? gordooooo... ¿corremos o hacemos bici?
Daniel Mancuso
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