jueves, 1 de enero de 2009

Dios


Ehud Ólmert
José Pablo Feinmann ofrenda memorias con colores autobiográficos y gran ironía para repensar algunos de los males que aquejan a la humanidad: el señalamiento del Otro. La intolerancia frente al Otro. Y, por fin, la muerte del Otro.

Desde
esta nota escrita en diciembre de 2004, es posible que la lectura nos traiga al presente precipitadamente, con angustia e impotencia, y nuestro pensamiento vuele a Gaza, donde se reciclan Torquemada, Cortés, Pizarro, Roca, Hitler, Stalin, Franco, Somoza, Batista, Aramburu, Stroessner, Pinochet, Videla, ... como siniestras recurrencias de pesadillas que no quieren apagarse.




Recuerdos de infancia. Mi infancia (que fue linda) se deslizó entre las sombras de un hecho asombroso. Era algo que no había hecho yo ni me había sucedido a mí, ya que eran pocas las cosas que me habían sucedido aún. Era algo que había sucedido mucho tiempo atrás y no a una persona, sino a un pueblo. La cuestión –en el aspecto que me incluía– radicaba en que ese pueblo era el mío, o yo pertenecía a él, o descendía de él. Era el pueblo judío. Que en mi barrio (Belgrano R), durante los años de mi infancia, los cincuenta eran, sin más, “los judíos”. Sé que esto lo narré en una novela, pero en la novela le acaece a Pablo Epstein, que no soy yo, que es un personaje de ficción al que le caen encima muchas de las cosas que a mí me cayeron durante, por decirlo así, “la vida”. Pero no soy yo en ese texto. En este sí. No hay ningún personaje de por medio. Estos aspectos sombríos y complejos de una infancia, por lo demás, según ha quedado establecido, buena, brotaban de una esquizofrenia religiosa a la que había sido arrojado y de la que nadie me sacaba, tirándome una cuerda o, al menos, una explicación. No, papá, que era judío, me llevaba a la sinagoga. Y mamá, que es católica, me metía en un colegio religioso para hacer el jardín de infantes. La cosa no venía fácil. Yo, sin embargo, no podía evitar ubicarme del lado oscuro de la calle. Por mi apellido. Por mi nariz. Porque papá era un tipo que no se podía soslayar, se imponía. Era, yo, entonces, como él, judío. Además siempre que empezaba a explicar que mamá era católica y también yo por haber nacido de ella y no de papá, me decían miedoso, mentiroso o callate judío. Uno, aquí, puede (digamos que es así de ingenuo) preguntarse por qué me preocupaba tanto “ser judío”.

1) Porque no lo era.
2) Porque ser por completo algo que se es en parte no es fácil.

O sí, dado que con los años (y no necesité muchos) aprendí que uno se hace judío por el Otro. Circunstancia que habría aceptado con mayor liviandad y hasta con humor si no fuera por la cuestión del asesinato. Nosotros, los judíos, habíamos matado a Dios. ¿Cómo era posible? Si papá, cuando me llevaba a la sinagoga, le rezaba a El. Pero el Dios de papá no era como el de mamá. El de papá (deducía, yo) latía en unos libros enormes y se lo invocaba con asiduidad y se le decía Jehová. Pero verlo, uno no lo veía. Papá estaba muy orgulloso de ese ejercicio de abstracción.

El Dios de mamá se veía sufriente, sangrante y habría necesitado atención médica. No la tuvo y murió. En una Cruz, clavado. Me horrorizaba imaginar lo que ese Dios habría padecido. “Lo hizo por nosotros”, decía mamá. “Para redimir nuestros pecados.” Mamá tenía una amiga: se llamaba Carmen y era la presidenta de la Acción Católica. Desconté que sabría muchas cosas sobre el Dios de mamá. Le pregunté quién o quiénes lo habían tratado tan mal, tan horriblemente a ese hombre flaco, triste y ensangrentado que estaba ahí, en esa Cruz del martirio. Doña Carmen se inclinó, buscó mi pequeña oreja y dijo: “No le digas a tu padre que te dije esto. Pero fueron los judíos. Los judíos mataron a Dios, querido”. Imborrable el recuerdo que tengo de doña Carmen: ella me reveló la Verdad. “Los judíos mataron a Dios.” Dios mío, ¡lo que había hecho papá! O peor: lo que yo había hecho. Matar a Dios. ¿A quién se le ocurre?

Poco después me contaron un chiste. Un tipo le está pegando a otro. Viene un tercero y le pregunta por qué le pega. El tipo dice: “Porque es judío y los judíos mataron a Dios”. “Pero eso fue hace mucho”, alega el conciliador. “No importa. Yo me enteré hoy.” Y era así. Todos los días gente nueva se enteraba de eso, que los judíos habían matado a Dios. Todos los días alguien más –inevitablemente– me odiaba o era destinado a odiarme. Qué cosa, me apenaba yo. Y no tenía arreglo. Era así. No es fácil –lo aseguro– enterarse un sencillo día de su infancia que uno mató a Dios. ¿Cómo vivían juntos papá y mamá? ¿Sabría mamá que el pueblo del Dios de papá había matado a su Dios, lo había clavado, torturado, todo eso?

Lo dijo Pedro.

Días atrás un artista plástico de nombre León Ferrari (que judío no da) hizo una exposición que disgustó a la Iglesia del Dios de mamá. Nada es sencillo. Hay católicos que se enojan con la Iglesia y la Iglesia los trata como si hubieran matado a Dios. Pero me adelanto. Ferrari se peleó con una dirigente política que cree mucho en el Dios de mamá, Elisa Carrió se llama, y le recordó (Ferrari) algunas palabras de ese santo tan conocido de nombre Pedro. Ahí recordé. Yo también, lejanamente, había leído esas opiniones de Pedro. Las tenía algo olvidadas. Pero me vino bien recordarlas. Son, en verdad, imperdibles:

“Sepa, pues, ciertísimamente toda la casa de Israel, que a este Jesús a quien vosotros crucificasteis, Dios le ha hecho Señor y Cristo.” Insiste en dirigirse a los “varones israelitas”. Insiste en ser definitivo y transparente. “El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres, ha glorificado a su Hijo Jesús, a quien vosotros entregasteis y negasteis cuando éste había resuelto ponerle en libertad. Mas vosotros negasteis al Santo y al Justo, y pedisteis se os diese a un homicida, y matasteis al Autor de la vida (...). Así que arrepentíos y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados” (Hechos, 3, 4). En suma, los judíos crucificaron a Jesús, lo entregaron, lo negaron, prefirieron a un homicida y (homicidas ellos) mataron “al Autor de la Vida”. Lo dijo Pedro. ¿Cómo no iban a decir todos los chicos de mi barrio y la santa doña Carmen que los judíos habían matado a Dios?

Esto no tuvo arreglo. No lo tiene. Ni lo tendrá. Pedro dio una mala información: jamás le alcanzó a un judío con convertirse o arrepentirse de lo que habían hecho sus mayores. Siempre que lo quisieron castigar por el pecado original cometido allá lejos y hace tiempo o ahora mismo si cualquiera decide actualizar la “culpa”, lo hicieron. Si Adán y Eva, quienes sólo “desobedecieron” a Dios, fueron expulsados del Paraíso, ¿de dónde no habrían de merecer ser expulsados quienes osaron matarlo, matar al Autor de la Vida?

El Estado cristiano.

Pero el Dios de mamá se hizo poderoso. Se adueñó de tierras, monarcas, estados. Puso iglesias por todas partes. Y sobre todo fue representado por numerosos personajes que decían actuar en Su nombre, ya que el Dios de mamá (como, en general, Dios) tiene cierta habitualidad por el silencio. Esto es trágico: un Dios que no habla delega en Sus hablantes. El silencio de Dios es reemplazado por la estridencia de sus adoradores. Así, el Dios de mamá llegó a tener un poder terrenal desmedido. Ese poder terrenal se llamó Iglesia. Esta organización tomó a su cargo la palabra de Dios. Y también sus actos. Lo que condujo a una etapa que se llamó Inquisición y que consistía, en lo esencial, en hacerles a quienes no creían en el Dios de mamá lo que a El le habían hecho. Los torturaban. Importa ver cómo funcionó esto. El Dios de mamá había sufrido mucho, había sido mal-tratado. Esto autorizaba a sus representantes a mal-tratar, es decir, a torturar a quienes ahora lo ofendían. Hubo un poseído de nombre Torquemada que se obstinó en esta tarea. Torturar ante la Cruz legitimaba a Torquemada. Ahí, frente al torturado de hoy, estaba el torturado de ayer, el gran torturado, el torturado absoluto, el torturado eterno que reclamaba, desde su dolor, el dolor de los otros.

A la Iglesia del Dios de mamá le funcionó muy bien este mecanismo. Aumentó su poder, su prosperidad, se transformó en un Estado bendecido por el Dios del Dolor y olvidó al Dios del Amor, o sólo lo enunció en exterioridad. Digamos: de la boca para afuera. También se aprendió a torturar y quemar vivos a los Otros en nombre del Amor. Para matar al Otro sólo hay que encontrar un valor absoluto. El Dios de mamá era Dios, era Dios sufriente y torturado y era Dios predicando el Amor. Quien no lo reconocía, quien no le rendía culto, no amaba. Es decir, no merecía amor. Aquí Torquemada prendía sus hogueras.

Hegel, Marx y Nietzsche.


No creo que liquide este tema en estas líneas. Este tema nos va a liquidar a todos nosotros. Pero hagamos la prueba de decir algunas cosas. Hegel, en su período de Frankfurt (1797-1800), escribe El espíritu del cristianismo y su destino. Y no dice “los judíos mataron a Dios”. Era Hegel y decía las cosas de modo más complejo. Dice: “Lo absoluto pasó entre los judíos y los judíos lo desconocieron”. Dice que todo lo horrible que les pasó a los judíos en la historia “hasta las circunstancias mezquinas, sórdidas y miserables en que todavía se hallan hoy” (Capítulo primero: “El destino del pueblo judío”) responde “al despliegue de su destino original”. Atención ahora: “Por este destino –una infinita potencia a la que ellos se han opuesto y a la que nunca pudieron vencer– han sido tratados con dureza y seguirán siéndolo”. Lo dicho: la cuestión no tiene arreglo. El Dios de mamá era “una infinita potencia”, el pueblo del Dios de papá cometió el error de oponérsele y por eso lo han tratado mal y lo seguirán haciendo. La culpa metafísica del pueblo judío –en Hegel– reclama y legitima todo daño que se le haga.

Marx, que era judío, es durísimo con los judíos. El alma del judío es el egoísmo. El egoísmo es la usura. La usura es el dinero. El dinero es la mercancía-fetiche a la que se remiten todas las otras mercancías para establecer equivalencias. Sin dinero no hay capitalismo. Sin judíos, tampoco. “El dinero es el celoso Dios de Israel, ante el que no puede prevalecer ningún otro. El dinero humilla a todos los dioses del hombre y los convierte en mercancía” (La cuestión judía). O también: “El Dios de los judíos se ha convertido en Dios universal. La letra de cambio es el Dios real del judío”. ¿Quiere emanciparse el judío? ¿Quiere liberarse? Pues (para liberar al judío y a todos los hombres) hay que eliminar el capitalismo, que es, sin más, la sociedad del judaísmo. Concluye, entonces, Marx: “La emancipación social del judío es la emancipación de la sociedad del judaísmo”. La sombra del Shylock shakespeareano surge aún más horrible entre las líneas del padre del socialismo científico (a quien uno tanto admira por tantas otras cosas). Nietzsche se entrevera con el cristianismo. Con el Dios de mamá devenido Iglesia de Pablo. Y lo lastima duramente. Odia los valores cristianos, la piedad, la compasión. Y resuelve reemplazarlos por los valores aristocráticos de los amos.

Bien, todo esto resultó peor para el pueblo de papá. Sumemos:
1) los judíos mataron a Dios (Pedro);
2) los judíos desconocieron lo absoluto y se opusieron a él (Hegel);
3) los judíos son la usura, la usura es el dinero, el dinero es el capitalismo (Marx);
4) los judíos niegan las virtudes cristianas pero no tienen jerarquía de amos (Nietzsche).

De la suma de todo esto sale el antisemitismo europeo, el antisemitismo germano y el nacionalsocialismo. Evitaré citas de Hitler en Mein Kampff, por toscas, groseras. Y también de Alfred Rosenberg en El mito del siglo XX. Pero el nacionalsocialismo arma su discurso así: el judío que mató a Dios es el ateo marxista, el judío de la usura y el dinero es el que se roba la riqueza alemana, el que ha hundido el país en la miseria y el materialismo de la República de Weimar y, en fin, el judío nietzscheano es ajeno a la moral de los aristócratas, es la negación de los valores del Übermensch. Aquí, racional y coherentemente, Auschwitz. Donde el pueblo de papá llegó a las cimas intolerables del dolor, del sufrimiento humano.

El regreso de los dioses.

Pero los dioses de papá y mamá supieron vengarse. ¿Qué hizo la Iglesia? Utilizó el dolor de su Dios para infligirle atroces castigos a los Otros, a los infieles. Necesitó, para eso, poder terrenal. Un Estado desde donde castigar. Ese Estado fue la Iglesia. Y el Dios de papá hizo algo parecido. Utilizó el dolor de su pueblo para castigar desde su Estado, no bien lo tuvo. El señor Sharon levanta un Muro que Torquemada admiraría. El señor Sharon (y el Estado que administra, que valida la tortura) tiene un Otro, los palestinos, a los que castigar justificándose desde la no repetibilidad del sufrimiento de Auschwitz. La tortura de mi pueblo justifica y fundamenta mis actos de tortura, así razona el señor Sharon, socio de Bush, paradigma del torturador.

Durante estos días el Estado de la Iglesia se ha tornado muy agresivo con un artista plástico de nuestro país. Quien lleva la Cruz y amenaza con la Espada es un cardenal. Bergoglio, se llama. ¿Qué lo autoriza a hacer lo que hace? Eso, que es un cardenal. ¿A quién responde un cardenal? Responde, en ultima instancia, al Papa. ¿Quién es el Papa? Es, se dice, el representante de Dios en la tierra. ¿Quién lo nombró? Dios, que le dio esa representación. ¿Cuándo fue? ¿Hay alguna prueba, algún contrato de representación? No. La cosa es así y quienes disienten son herejes.
Qué cosa, cada día el Dios de mamá y el Dios de papá se parecen más. Sirven a una sola causa: el señalamiento del Otro. La intolerancia frente al Otro. Y, por fin, la muerte del Otro. ¿O no ha sido una muerte la clausura de la muestra de Ferrari?



1 comentario:

patricio dijo...

excelente!!!,aguante feinmann.

saludos.

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