lunes, 25 de agosto de 2008

Carta a cualquiera



Querido x

Ayer volvía de un ensayo, venía abismado, mirando sin mirar las luces que dejaba atrás mi colectivo (veladas por el humo espeso de su gas oil pestilente, aturdidas por su escape impune), y de pronto los vapores de la memoria me inundaron de viejas ideas y sensaciones, tan guardadas, tan íntimas, que ya no me acordaba que las tenía por ahí olvidadas en un cajón del sentimiento. La ventanilla se pintó de colores y empecé a ver una película conocida...

Las imágenes desfilan por la cinta trasnportadora mental: Las madrugadas de escarcha, la carpeta grande y la regla T molestando a un pasajero dormido. La caminata autómata desde la estación Lanús hasta la escuela técnica, las clases de matemática y física, los días de taller cuando jugábamos con los carbones en la fragua y el hierro blanco y brillante como el sol, los sanguches de salame y queso, los partidos de handbol en la clase de gimnasia... la cola larga a las 6.30 para viajar sentado en el 37, la facultad de arquitectura, los planos y maquetas, los proyectos y las ideas que revolucionarían el espacio urbano para el idílico bienestar general.

Mientras, una sombra sigilosa me pisaba los talones, me susurraba ternuras. Por la calle de atrás, paralela a la avenida universitaria, venía corriendo porfiada, al trote sostenido, desde aquel día en que fuí a ver a mi amigo Gustavo a su muestra de fin de año, cuando en un escenario de barrio, me deleitó con una obra de Ionesco. Desde ese momento, el teatro me hipnotizó para siempre.

Fue tal la seducción que esas caras pintadas tatuaron en mi alma que ya no gocé más haciendo las plantas y cortes en 1:50, ni las perspectivas para la entrega final de diseño, ni leyendo sobre la vida y obra de Alvar Aalto y su armonía finlandesa. Ya no había amor entre la arquitectura y yo, solo una leve amistad.

El almanaque goteaba sus hojas sin tregua y me di cuenta que debía buscar un trabajo. No quería saber nada de Planos. Un buen día, me encontré como cadete de un banco financiero a dos cuadras de la Plaza de Mayo. Me ahogaba ahí adentro, sólo los recreos del mediodía, caminando por la calle Florida, me devolvían el aliento. Lo único bueno era saber que cada día, a las 6 de la tarde, recuperaba la libertad, tomaba el subte para ir a ensayar un infantil, en una casona de Almagro. La dicha llegaba el fin de samana, pasaba la gorra con mi compañeros en Parque Las Heras, después de una o dos calurosas funciones sobre patines y zancos.

El despido impensado del banco me arrojó a la ruleta de las improvizaciones laborales más ingeniosa: pasé de cronista radial de espectáculos a periodista acreditado en el Ministerio de Economía. Realicé entrevistas por encargo a sindicalistas sempiternos, corregí el código de comercio para una editorial desconocida, y asesoré sobre Patrimonio Cultural en la Convención Estatuyente de la ciudad. Hice encuestas y relavamientos catastrales para la municipalidad. Todo novedoso, todo efímero.

Y cinco años de meditaciones mirando el cielorraso en el departamento de mi sicoanalista me convencieron de dedicarme a ser actor, es decir, sumergirme en el mar más impiadoso que hube conocido: me convertí en náufrago recurrente, salvándome a veces en alguna nave transitoria como grumete fugaz, ganándome el sustento para presentes brumosos con fecha de vencimiento, y nuevamente navegar en las balsas incómodas de la incertidumbre severa. No sé como hice, pero siempre encontraba una isla dónde refugiarme. Quizás, un angel de la guarda bonachón me tocaba el timbre cada vez que la desesperanza amagaba a voltearme, cuando dudaba de mi talento y pensaba seriamente en cambiar de oficio. Era cuando sonaba el teléfono para darme una alegría y continuar navegando. Y todo empezaba otra vez. Mi pirata interior timoneaba en las aguas de la resistencia, capeando tempestades de vacío rebosante y naufragando, cada tanto, en soledades depresivas. Como un malvón herido, tenaz, volvía a florecer proyectos. Me acostubré a trabajar de joven argentino que va al casting para ver si lo eligen, hacer fotocopias del curriculum y fotos color 10 x 15, cada semana, para dejar expectativas hasta en la verdulería de la esquina.

Un día, Maria Laura me propuso que diéramos clases de teatro en un centro cultural, y allá fuimos con nuestra carpeta estusiasmada y nuestro amor al arte, a lidiar con grupos numerosísimos en marzo, apenas poblados en junio y escasos en septiembre (llegar a fin de año era más difícil que caminar sobre el agua). ¿A qué le atribuyen ustedes la deserción de los alumnos a los talleres de arte? preguntaba la coordinadora, ¿Tal vez debieran replantearse la propuesta didáctica? Mirá, yo soy actor, no sociólogo, a lo mejor vienen a probar, a ver de qué se trata, y como el curso es gratuíto, vienen, miran y se van, solo eso, ¿Entendés? No. Encima cobrábamos cada tres meses y teníamos que hacernos monotributistas para poder seguir, terrible.

Anticipándome a los cartoneros, pero menos empobrecido, menos rasgado, sufrí la insensibilidad ajena, el desprecio, los desaires cotidianos, la invisibilidad. No me dejaban entrar en los canales de televisión y las productoras sólo recibían un sobre cerrado con mis pretenciones artísticas en la portería. Los timbres no sonaban o las puertas no se abrían. Me sentí un inútil, no alcanzaba haber sido abanderado en la primaria y mejor promedio en la secundaria, pamplinas. Lo cierto es que se me fue la juventud intentando demostrar que podía, que era, soy, mejor que muchos presumidos que están allí, inexplicablemente. ¿Entonces? El problema es que no me di cuenta a tiempo de las leyes del mercado. El paradigma oficial: consumir y ser consumido. Dejar de ser persona, ser objeto, producto, cosa, insumo, mercancía.

Me tocó vivir un tiempo de pobreza moral donde no importa la formación o la capacidad, sólo sirve ser útil en la maquinaria mediática que todo lo pudre, todo lo corroe. Paradógicamente se parecen en algo: el mercado y el arte tienen algo en común, son amorales, aunque de signo contrario. La amoralidad del dinero es perturbadoramente obscena, inmoral, indecente. El arte es necesario y bello precisamente porque está desprovisto de censuras valorativas. Si atentara contra el bienestar humano y existencial, no sería arte sino mercado. Allí está la diferencia.

Empero, a menudo pienso: un cartonero es muy útil, busca, separa, recicla y reduce la basura que otros producen y es necesario, pese a la mala prensa; pero un actor: ¿A quién le sirve? ¿Para qué sirve? Si contar historias, vivir sainetes, vestir grotescos y pintar esperpentos alcanzara para evitar el sufrimiento y la angustia que nos mancha cada día. Si las tragedias y las farzas pudieran reciclar dolores para parir sonrisas y llantos pródigos en felicidades, si los pibes cantando y bailando evitaran las guerras atroces, entonces pensaría que la poesía es imprescindible, como María y su amor incondicional...

PD: No puedo olvidarme, no debo, de Benito y Filomena, mis viejos. Me bancaron en todas. Todo. Sin ellos, los golpes de la vida, los raspones y caídas, las heridas y convalecencias hubieran sido insoportables. Ahora que soy padre, estoy tratando de copiarlos.





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