martes, 13 de noviembre de 2007

REFLEXIONES FÓBICAS


(SOBRE LAS RELACIONES INTERPERSONALES DE UN SIMPLE MORTAL SUBDESARROLLADO, SOLTERO, SOLITARIO, FOBICO, UN POCO ESCEPTICO Y GLOBALIZADO, EN UNA CIUDAD DEL TERCER MUNDO).


Estaba impaciente, en todo, pero fundamentalmente con la gente. Con toda la gente. La que lo rodeaba, con la que se relacionaba, con la que se vinculaba, con la que tenía algún tipo de expectativas. Era como esos calores que de pronto aparecen desde muy adentro y se empieza a transpirar y transpirar. La sensación de fastidio enseguida se tornaba insoportable incomodidad, luego desesperación.

Su impaciencia tenía un lazo directo con la irascibilidad y ésta con la intemperancia. Cóctel explosivo. No se bancaba más. Creía haber descubierto el tan mentado "sexto sentido", resumen de los clásicos cinco y la intuición más refinada, que permitiría la detección inmediata de la estupidez. Como en todas las cosas, los excesos no son buenos, y el estar rodeado de estúpidos producía en su humor el mismo efecto que un kilo de papas fritas con ketchup en un hígado sensible.

Pero había más, y esto era realmente penoso: tenía indicios muy certeros de que esta epidemia tendría más resonancia en las mujeres. Y la relación no era sólo cuantitativa sino cualitativa: es decir, las mujeres serían más estúpidas que los hombres, en cantidad y calidad, o sea, habría siete estúpidas por cada hombre.
Sería acusado de misógino, dirían que su sexto sentido estaba imbuído de un espíritu sexista y discriminador, pero la realidad casi siempre supera la fantasía y las lucubraciones más disparatadas, pensó.

Además, no era necesaria la enunciación de teorías para apoyar sus suspicacias, sino sólo observar alrededor. Mirar con detenimiento el comportamiento, la actitud de ellas en diferentes situaciones, cuanto más comprometidas (las situaciones, no ellas) más desenmascaradas. Ni las mujeres inteligentes zafaban de esto: en algún momento, en el más inesperado momento (cuando hinchado de orgullo suponía, creía, que "ella", quien lo acompañaba porque había sido su elegida, había atravesado todas las pruebas y pensaba que estaba equivocado y que era sin lugar a dudas la excepción), del modo más extemporáneo, con la crudeza de un ciempiés de madagascar comiéndose una araña pollito, ella tiraba por la borda su esperanza y salía con la pelotudez más execrable. Y era ahí cuando la miraba en silencio y pensaba: la puta madre, ¿por qué me haces esto? ¿vos también sos una estúpida?

Entonces, en el momento del descubrimiento fatal, cuando no había salida a la desdicha, en circunstancia tan desafortunada y repetida, sentía ese calor de adentro hacia fuera, que se tornaba bronca hacia el sexo opuesto, los más bajos instintos emergían de las profundidades del odio y una sensación de repugnancia anulaba los deseos de intimar con la susodicha. Sed de venganza. Tenía que agredirla de alguna manera. Necesitaba descargar su angustia y su profundo resentimiento: con ironía mordaz aguijoneaba su pequeña inteligencia en busca de algún signo de lucidez, pero era en vano, extraños devaneos emotivos tenían lugar entre llantos fayutos y congojas apócrifas. Nada. No les importa nada. Son egoístas y huecas, crueles hasta el hartazgo, inefables especuladoras con innato sentido de la táctica y la estrategia, tan genuino como la menstruación. A veces sentía envidia de que ese conjunto de destrezas envueltas en paquetes tan seductores e irresistibles lograse lo que fuera, tan inescrupulosamente (y encima la naturaleza derramo pródigamente en ellas los orgasmos múltiples). No hay derecho.

Sin embargo, todos sabemos que nada es totalmente blanco o negro. Aunque sin dudas, una delgada línea separa la viveza de la boludez, Lo útil de lo desechable, lo hermoso de lo aborrecible. Solamente, estando un tipo enamorado pone de un lado o del otro de la línea a una mina, no importa cuan chiquito sea su cerebro (en el caso de que lo tuviera). Por eso, él espera que pronto suceda. Que una tonta lo emocione hasta las lágrimas, Y así, hasta sería capaz de perdonarla, después de todo, nadie es perfecto.

daniel mancuso.
octubre de 1999


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