domingo, 1 de mayo de 2011

VARIACIONES DEL NUNCA MÁS




« La Argentina viene atravesando un cambio estructural en lo económico, en lo cultural y en lo político. Pero la dirigencia opositora no se dio por enterada que la sociedad entró en ebullición desde hace unos cuantos años, que ha roto diques, que ha perdido el miedo, que avanzó y retrocedió sin cambiar el rumbo. Y que sabe lo que quiere y lo que no quiere desde que tiró por la borda el modelo de país impuesto por la dictadura.

» Suceden estos cambios muy de vez en cuando, en la vida y en la historia. Pero cuando suceden, no hay que andar abriendo la boca ni cazando moscas. Hay que salir al ruedo sin llevar en el morral más que la voluntad, la conciencia, las convicciones y la memoria »
, dice Jorge Giles.

« Hacer memoria es mirar para adelante ».


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A propósito de la muerte de Ernesto Sábato, y su tarea en el Nunca Más, se reinició la discusión sobre lo sucedido con el Informe de la Conadep, en Septiembre de 1984.

Osvaldo Bayer
, en 2004, decía que: "Sábato nunca se la jugó por nada".

La senadora Norma Morandini también se mete con el pasado y mira atrás, o mejor dicho, atrasa, quiere que la historia se estanque en un pasado de oprobio y desmemoria. Está enojada porque se cambió el prólogo del NUNCA MÁS. La revista Ñ del grupo Clarín reflotó su queja por el prólogo "mancillado" por la luz de la historia nueva.

"El Nunca Más es la Biblia de los Derechos Humanos", dice. Quizás pudiera serlo, Norma, entonces los cambios necesarios serán el abono para el Nuevo Testamento que estamos escribiendo entre todos.

"El gran cadáver que nos dejó la dictadura fue la política", dice la senadora.

No, Norma, el gran cadaver que nos dejó la dictadura es la impunidad. La impunidad de los 400 nietos que todavía no aparecen, la impunidad de los asesinos que todavía están libres, la impunidad de Ernestina que hace 10 años se burla de todos nosotros, la impunidad de Papel Prensa, la impunidad de Cablevisión, la impunidad del Grupo Clarín que no obedece la Ley de Medios...




    Las nuevas generaciones actualizan las preguntas que increpan a la Historia y se agregan al repertorio que ya existe como legado. De modo que el libro "NUNCA MAS" debe ser visto como lo que es: un documento histórico, casi la Biblia de lo que nos pasó. De la misma manera que la Biblia no se rescribe sino que se reinterpreta al calor y el color de las contingencias, es que debiéramos ser respetuosos con aquellos que vencieron su propio miedo y, cuando pocos en el país se animaban siquiera a querer saber, abrieron esa caja de Pandora para que se desparramaran entre nosotros todos los males del mundo. "Descendí a los infiernos", decía Ernesto Sabato en todos los idiomas. Fue el "NUNCA MAS" el que sirvió como base para acusar en un juicio sumario a las Juntas Militares, pero sobre todo fue el informe que desmontó el sistema de terror que hizo de la desaparición de personas una estrategia deliberada para evitar las pruebas a la hora de los juicios en los tribunales. Cuando, en realidad, la ausencia de cadáveres ya es la prueba irrefutable de que en nuestro país la represión fue clandestina. Una verdad que cumple con la sentencia de la filósofa alemana Hannah Arendt: "Las verdades históricas no son verdades en sentido propio, y por más probadas que estén, tanto su facticidad como su demostración son contingentes: la demostración sigue siendo de naturaleza histórica. Las verdades históricas son sólo verdaderas, es decir, universalmente convincentes y vinculantes si son confirmadas por las verdades de la razón. De este modo, ha de ser la razón la que ha de decidir sobre la necesidad de una revelación, y por ende sobre la historia". Qué razón existe para modificar el prólogo del "NUNCA MAS" cuando, en realidad, la necesidad histórica nos exige corregir la cultura autoritaria legada por el terror e incorporar como cultura una verdad sencilla e irrefutable: el único que puede violar los derechos humanos es aquel que debe garantizarlos. O sea: el Estado. Si la política es una fusión de la sociedad que expresa la acción, el pensamiento y el discurso, la revisión del pasado se hizo en los tribunales, casi a espaldas de la restauración democrática. Cuando las palabras políticas han sido vaciadas porque no expresan a la sociedad y por eso se muestran inservibles, suelen pedirse prestadas a otros ámbitos de lo humano. Y la religión es siempre una gran tentación. Nada revela mejor la impotencia política frente a las monstruosidades que comenzaban a ver la luz que la metáfora bíblica, los dos demonios con los que fue simplificada la estrategia de pacificación del primer presidente de la democracia, Raúl Alfonsín. Un falso enunciado que desvirtuó la revisión del pasado de terror y marcó el inicio de la brecha entre la política y la sociedad, porque, hoy lo sabemos, el gran cadáver que nos dejo la dictadura fue la política. El mismo Estado que ocultó la información burocrática de la represión, en la restauración democrática no oficializó una memoria colectiva. De la misma forma que la tortura no hizo diferencias partidarias ni ideológicas, la democracia debiera cobijar bajo un mismo paraguas a los que fueron haciendo el camino de la libertad, que es plural y no se mide por el número de muertos de cada partido. La insurgencia guerrillera cometió delitos que el Estado debiera haber castigado garantizando juicios justos y no convirtiéndose en verdugo. El demonio es sólo uno: la violencia como forma de resolver las diferencias. Y si la guerra fue tan cara a la insurgencia guerrillera como a los jerarcas militares, la equiparación lleva a otro equívoco, suponer que hay guerras limpias, justas o sucias. El pasado quedó en manos de la justicia, pero se eludió el debate político sobre las causas del desquicio. Y eso es lo que falta. No modificar un documento histórico que ya en su prólogo advierte sobre las condiciones políticas de esa época. Si aún el pasado provoca ira o temor, por qué borrar en un texto lo que es, en sí misma, una prueba de la presión militar sobre el primer gobierno civil. Las nuevas generaciones corrigen la historia, como vemos hoy, que se han puesto en duda los textos que educaron a varias generaciones de argentinos por haber sido textos hechos a la medida de los vencedores, con próceres congelados en el bronce. Modificar el prólogo del "NUNCA MAS" es como reinventar el Génesis de la democracia, sin la generosidad histórica que merecen aquellos que hicieron lo que se podía frente a un poder militar humillado pero amenazante. A pesar de esas limitaciones, sentaron en el banco de los acusados a los jerarcas de la ultima dictadura. Eso es el "NUNCA MAS": un testimonio de ese esfuerzo y coraje, un documento testimonial de la peor época de la historia contemporánea.

  • Norma Morandini es escritora-periodista, es empleada del Grupo Clarín, senadora por Córdoba. Texto escrito como fundamento para rechazar la modificación del prólogo del NUNCA MAS en 2006, Tercer Aniversario del Golpe Militar de 1976. (El proyecto de repudio fue firmado. Además, por los diputados Claudio Lozano, Emilio Garcia Mendez y Pedro Azcoiti).





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"La Teoría de los 2 demonios" diseñada desde el alfonsinismo como prolegómeno de la "obediencia debida" y "el punto final"...

Prólogo Nunca Más - Informe de la Conadep - Septiembre de 1984.


    Durante la década del 70 la Argentina fue convulsionada por un terror que provenía tanto desde la extrema derecha como de la extrema izquierda, fenómeno que ha ocurrido en muchos otros países. Así aconteció en Italia, que durante largos años debió sufrir la despiadada acción de las formaciones fascistas, de las Brigadas Rojas y de grupos similares. Pero esa nación no abandonó en ningún momento los principios del derecho para combatirlo, y lo hizo con absoluta eficacia, mediante los tribunales ordinarios, ofreciendo a los acusados todas las garantías de la defensa en juicio; y en ocasión del secuestro de Aldo Moro, cuando un miembro de los servicios de seguridad le propuso al General Della Chiesa torturar a un detenido que parecía saber mucho, le respondió con palabras memorables: «Italia puede permitirse perder a Aldo Moro. No, en cambio, implantar la tortura». No fue de esta manera en nuestro país: a los delitos de los terroristas, las Fuerzas Armadas respondieron con un terrorismo infinitamente peor que el combatido, porque desde el 24 de marzo de 1976 contaron con el poderío y la impunidad del Estado absoluto, secuestrando, torturando y asesinando a miles de seres humanos. Nuestra Comisión no fue instituída para juzgar, pues para eso estan los jueces constitucionales, sino para indagar la suerte de los desaparecidos en el curso de estos años aciagos de la vida nacional. Pero, después de haber recibido varios miles de declaraciones y testimonios, de haber verificado o determinado la existencia de cientos de lugares clandestinos de detención y de acumular más de cincuenta mil páginas documentales, tenemos la certidumbre de que la dictadura militar produjo la más grande tragedia de nuestra historia, y la más salvaje. Y, si bien debemos esperar de la justicia la palabra definitiva, no podemos callar ante lo que hemos oído, leído y registrado; todo lo cual va mucho más allá de lo que pueda considerarse como delictivo para alcanzar la tenebrosa categoría de los crímenes de lesa humanidad. Con la técnica de la desaparición y sus consecuencias, todos los principios éticos que las grandes religiones y las más elevadas filosofías erigieron a lo largo de milenios de sufrimientos y calamidades fueron pisoteados y bárbaramente desconocidos. Son muchísimos los pronunciamientos sobre los sagrados derechos de la persona a través de la historia y, en nuestro tiempo, desde los que consagró la Revolución Francesa hasta los estipulados en las Cartas Universales de Derechos Humanos y en las grandes encíclicas de este siglo. Todas las naciones civilizadas, incluyendo la nuestra propia, estatuyeron en sus constituciones garantías que jamás pueden suspenderse, ni aun en los más catastróficos estados de emergencia: el derecho a la vida, el derecho a la integridad personal, el derecho a proceso; el derecho a no sufrir condiciones inhumanas de detención, negación de la justicia o ejecución sumaria. De la enorme documentación recogida por nosotros se infiere que los derechos humanos fueron violados en forma orgánica y estatal por la represión de las Fuerzas Armadas. Y no violados de manera esporádica sino sistemática, de manera siempre la misma, con similares secuestros e idénticos tormentos en toda la extensión del territorio. ¿Cómo no atribuirlo a una metodología del terror planificada por los altos mandos? ¿Cómo podrían haber sido cometidos por perversos que actuaban por su sola cuenta bajo un régimen rigurosamente militar, con todos los poderes y medios de información que esto supone? ¿Cómo puede hablarse de «excesos individuales»? De nuestra información surge que esta tecnología del infierno fue llevada a cabo por sádicos pero regimentados ejecutores. Si nuestras inferencias no bastaran, ahí están las palabras de despedida pronunciadas en la Junta Interamericana de Defensa por el jefe de la delegación argentina, General Santiago Omar Riveros, el 24 de enero de 1980: «Hicimos la guerra con la doctrina en la mano, con las órdenes escritas de los Comandos Superiores» . Así, cuando ante el clamor universal por los horrores perpetrados, miembros de la Junta Militar deploraban los «excesos de la represión, inevitables en una guerra sucia» , revelaban una hipócrita tentativa de descargar sobre subalternos independientes los espantos planificados. Los operativos de secuestro manifestaban la precisa organización, a veces en los lugares de trabajo de los señalados, otras en plena calle y a la luz del día, mediante procedimientos ostensibles de las fuerzas de seguridad que ordenaban «zona libre» a las comisarías correspondientes. Cuando la víctima era buscada de noche en su propia casa, comandos armados rodeaban la manzanas y entraban por la fuerza, aterrorizaban a padres y niños, a menudo amordazándolos y obligándolos a presenciar los hechos, se apoderaban de la persona buscada, la golpeaban brutalmente, la encapuchaban y finalmente la arrastraban a los autos o camiones, mientras el resto de comando casi siempre destruía o robaba lo que era transportable. De ahí se partía hacia el antro en cuya puerta podía haber inscriptas las mismas palabras que Dante leyó en los portales del infierno: «Abandonad toda esperanza, los que entrais». De este modo, en nombre de la seguridad nacional, miles y miles de seres humanos, generalmente jóvenes y hasta adolescentes, pasaron a integrar una categoría tétrica y fantasmal: la de los Desaparecidos. Palabra - ¡triste privilegio argentino! - que hoy se escribe en castellano en toda la prensa del mundo. Arrebatados por la fuerza, dejaron de tener presencia civil. ¿Quiénes exactamente los habían secuestrado? ¿Por qué? ¿Dónde estaban? No se tenía respuesta precisa a estos interrogantes: las autoridades no habían oído hablar de ellos, las cárceles no los tenían en sus ¦ldas, la justicia los desconocía y los habeas corpus sólo tenían por contestación el silencio. En torno de ellos crecía un ominoso silencio. Nunca un secuestrador arrestado, jamás un lugar de detención clandestino individualizado, nunca la noticia de una sanción a los culpables de los delitos. Así transcurrían días, semanas, meses, años de incertidumbres y dolor de padres, madres e hijos, todos pendientes de rumores, debatiéndose entre desesperadas expectativas, de gestiones innumerables e inutiles, de ruegos a influyentes, a oficiales de alguna fuerza armada que alguien les recomendaba, a obispos y capellanes, a comisarios. La respuesta era siempre negativa. En cuanto a la sociedad, iba arraigándose la idea de la desprotección, el oscuro temor de que cualquiera, por inocente que fuese, pudiese caer en aquella infinita caza de brujas, apoderándose de unos el miedo sobrecogedor y de otros una tendencia consciente o inconsciente a justificar el horror: «Por algo será», se murmuraba en voz baja, como queriendo así propiciar a los terribles e inescrutables dioses, mirando como apestados a los hijos o padres del desaparecido. Sentimientos sin embargo vacilantes, porque se sabía de tantos que habían sido tragados por aquel abismo sin fondo sin ser culpable de nada; porque la lucha contra los «subversivos», con la tendencia que tiene toda caza de brujas o de endemoniados, se había convertido en una represión demencialmente generalizada, porque el epiteto de subversivo tenía un alcance tan vasto como imprevisible. En el delirio semántico, encabezado por calificaciones como «marxismo-leninismo», «apátridas» , «materialistas y ateos» , «enemigos de los valores occidentales y cristianos» , todo era posible: desde gente que propiciaba una revolución social hasta adolescentes sensibles que iban a villas-miseria para ayudar a sus moradores. Todos caían en la redada: dirigentes sindicales que luchaban por una simple mejora de salarios, muchachos que habían sido miembros de un centro estudiantil, periodistas que no eran adictos a la dictadura, psicólogos y sociólogos por pertenecer a profesiones sospechosas, jóvenes pacifistas, monjas y sacerdotes que habían llevado las enseñanzas de Cristo a barriadas miserables. Y amigos de cualquiera de ellos, y amigos de esos amigos, gente que había sido denunciada por venganza personal y por secuestrados bajo tortura. Todos, en su mayoría inocentes de terrorismo o siquiera de pertenecer a los cuadros combatientes de la guerrilla, porque éstos presentaban batalla y morían en el enfrentamiento o se suicidaban antes de entregarse, y pocos llegaban vivos a manos de los represores. Desde el momento del secuestro, la víctima perdía todos los derechos; privada de toda comunicación con el mundo exterior, confinada en lugares desconocidos, sometida a suplicios infernales, ignorante de su destino mediato o inmediato, susceptible de ser arrojada al río o al mar, con bloques de cemento en sus pies, o reducida a cenizas; seres que sin embargo no eran cosas, sino que conservaban atributos de la criatura humana: la sensibilidad para el tormento, la memoria de su madre o de su hijo o de su mujer, la infinita verguenza por la violación en público; seres no sólo poseídos por esa infinita angustia y ese supremo pavor, sino, y quizás por eso mismo, guardando en algún rincón de su alma alguna descabellada esperanza. De estos desamparados, muchos de ellos apenas adolescentes, de estos abandonados por el mundo hemos podido constatar cerca de nueve mil. Pero tenemos todas las razones para suponer una cifra más alta, porque muchas familias vacilaron en denunciar los secuestros por temor a represalias. Y aun vacilan, por temor a un resurgimiento de estas fuerzas del mal. Con tristeza, con dolor hemos cumplido la misión que nos encomendó en su momento el Presidente Constitucional de la República. Esa labor fue muy ardua, porque debimos recomponer un tenebrosos rompecabezas, después de muchos años de producidos los hechos, cuando se han borrado liberadamente todos los rastros, se ha quemado toda documentación y hasta se han demolido edificios. Hemos tenido que basarnos, pues, en las denuncias de los familiares, en las declaraciones de aquellos que pudieron salir del infierno y aun en los testimonios de represores que por oscuras motivaciones se acercaron a nosotros para decir lo que sabían. En el curso de nuestras indagaciones fuimos insultados y amenazados por los que cometieron los crímenes, quienes lejos de arrepentirse, vuelven a repetir las consabidas razones de «la guerra sucia» , de la salvación de la patria y de sus valores occidentales y cristianos, valores que precisamente fueron arrastrados por ellos entre los muros sangrientos de los antros de represión. Y nos acusan de no propiciar la reconciliación nacional, de activar los odios y resentimientos, de impedir el olvido. Pero no es así: no estamos movidos por el resentimiento ni por el espíritu de venganza; sólo pedimos la verdad y la justicia, tal como por otra parte las han pedido las iglesias de distintas confesiones, entendiendo que no podrá haber reconciliación sino después del arrepentimiento de los culpables y de una justicia que se fundamente en la verdad. Porque, si no, debería echarse por tierra la trascendente misión que el poder judicial tiene en toda comunidad civilizada. Verdad y justicia, por otra parte, que permitirán vivir con honor a los hombres de las fuerzas armadas que son inocentes y que, de no procederse así, correrían el riesgo de ser ensuciados por una incriminación global e injusta. Verdad y justicia que permitirán a esas fuerzas considerarse como auténticas herederas de aquellos ejércitos que, con tanta heroicidad como pobreza, llevaron la libertad a medio continente. Se nos ha acusado, en fin, de denunciar sólo una parte de los hechos sangrientos que sufrió nuestra nación en los últimos tiempos, silenciando los que cometió el terrorismo que precedió a marzo de 1976, y hasta, de alguna manera, hacer de ellos una tortuosa exaltación. Por el contrario, nuestra Comisión ha repudiado siempre aquel terror, y lo repetimos una vez más en estas mismas páginas. Nuestra misión no era la de investigar sus crimenes sino estrictamente la suerte corrida por los desaparecidos, cualesquiera que fueran, proviniesen de uno o de otro lado de la violencia. Los familiares de las víctimas del terrorismo anterior no lo hicieron, seguramente, porque ese terror produjo muertes, no desaparecidos. Por lo demás el pueblo argentino ha podido escuchar y ver cantidad de programas televisivos, y leer infinidad de artículos en diarios y revistas, además de un libro entero publicado por el gobierno militar, que enumeraron, describieron y condenaron minuciosamente los hechos de aquel terrorismo. Las grandes calamidades son siempre aleccionadoras, y sin duda el más terrible drama que en toda su historia sufrió la Nación durante el periodo que duró la dictadura militar iniciada en marzo de 1976 servirá para hacernos comprender que únicamente la democracia es capaz de preservar a un pueblo de semejante horror, que sólo ella puede mantener y salvar los sagrados y esenciales derechos de la criatura humana. Unicamente así podremos estar seguros de que NUNCA MÁS en nuestra patria se repetirán hechos que nos han hecho trágicamente famosos en el mundo civilizado.
    ERNESTO SÁBATO


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Prólogo Nunca Más - EDICIÓN DEL 30º ANIVERSARIO DEL GOLPE DE ESTADO


    Nuestro país está viviendo un momento histórico en el ámbito de los derechos humanos, 30 años después del golpe de Estado que instauró la más sangrienta dictadura militar de nuestra historia. Esta circunstancia excepcional es el resultado de la confluencia entre la decisión política del gobierno nacional que ha hecho de los derechos humanos el pilar fundamental de las políticas públicas y las inclaudicables exigencias de verdad, justicia y memoria mantenidas por nuestro pueblo a lo largo de las últimas 3 décadas. A partir del restablecimiento de las instituciones constitucionales el 10 de diciembre de 1983, hubo grandes hitos como el informe de la CONADEP que hoy vuelve a reeditarse y el juicio a los integrantes de las tres primeras juntas militares, entre otros procesos judiciales. Hubo también pronunciados retrocesos como las llamadas leyes de “punto final” y de “obediencia debida” y los indultos presidenciales a condenados y procesados por la justicia federal. Las exigencias de verdad, justicia y memoria están hoy instaladas como demandas centrales de vastos sectores sociales. Como lo afirmaban las Madres de Plaza de Mayo ya bajo la dictadura militar, cuando planteaban los dilemas de la verdadera reconciliación nacional, “el silencio no será una respuesta ni el tiempo cerrará las heridas”. Por ello recordar el pasado reciente con la reedición del NUNCA MÁS este año del 30 Aniversario del golpe de Estado de 1976, tiene un significado particular cuando a instancias del Poder Ejecutivo, el Congreso ha anulado las leyes de impunidad y una Corte Suprema renovada las ha declarado inconstitucionales y ha confirmado el carácter imprescriptible de los crímenes de lesa humanidad. Reafirmar el valor de la ética y de los derechos humanos en la profunda crisis heredada de la dictadura militar y de las políticas neoliberales no es una retórica declaración de principios en la Argentina posterior a los estallidos sociales de diciembre de 2001. Se trata de afianzar la ética de la responsabilidad en todos los órdenes de la actividad pública y la única manera de otorgar a las políticas públicas un contenido de justicia real y concreto. Hace dos años, el 24 de marzo de 2004, se firmó en el predio de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) el Acuerdo para establecer el Espacio de la Memoria entre el Gobierno Nacional y el de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, que puso fin de manera simbólica a cualquier intento de justificación de los crímenes de lesa humanidad cometidos por el terrorismo de Estado. Es preciso dejar claramente establecido -porque lo requiere la construcción del futuro sobre bases firmes- que es inaceptable pretender justificar el terrorismo de Estado como una suerte de juego de violencias contrapuestas, como si fuera posible buscar una simetría justificatoria en la acción de particulares frente al apartamiento de los fines propios de la Nación y del Estado que son irrenunciables. Por otra parte, el terrorismo de Estado fue desencadenado de manera masiva y sistemática por la Junta Militar a partir del 24 de marzo de 1976, cuando no existían desafíos estratégicos de seguridad para el statu quo, porque la guerrilla ya había sido derrotada militarmente. La dictadura se propuso imponer un sistema económico de tipo neoliberal y arrasar con las conquistas sociales de muchas décadas, que la resistencia popular impedía fueran conculcadas. La pedagogía del terror convirtió a los militares golpistas en señores de la vida y la muerte de todos los habitantes del país. En la aplicación de estas políticas, con la finalidad de evitar el resurgimiento de los movimientos políticos y sociales, la dictadura hizo desaparecer a 30.000 personas, conforme a la doctrina de la seguridad nacional, al servicio del privilegio y de intereses extranacionales. Disciplinar a la sociedad ahogando en sangre toda disidencia o contestación fue su propósito manifiesto. Obreros, dirigentes de comisiones internas de fábricas, sindicalistas, periodistas, abogados, psicólogos, profesores universitarios, docentes, estudiantes, niños, jóvenes, hombres y mujeres de todas las edades y estamentos sociales fueron su blanco. Los testimonios y la documentación recogidos en el NUNCA MÁS son un testimonio hoy más vigente que nunca de esa tragedia. Es responsabilidad de las instituciones constitucionales de la República el recuerdo permanente de esta cruel etapa de la historia argentina como ejercicio colectivo de la memoria con el fin de enseñar a las actuales y futuras generaciones las consecuencias irreparables que trae aparejada la sustitución del Estado de Derecho por la aplicación de la violencia ilegal por quienes ejercen el poder del Estado, para evitar que el olvido sea caldo de cultivo de su futura repetición. La enseñanza de la historia no encuentra sustento en el odio o en la división en bandos enfrentados del pueblo argentino, sino que por el contrario busca unir a la sociedad tras las banderas de la justicia, la verdad y la memoria en defensa de los derechos humanos, la democracia y el orden republicano. Actualmente tenemos por delante la inmensa tarea de revertir una situación de impunidad y de injusticia social, lo que supone vencer la hostilidad de poderosos sectores que con su complicidad de ayer y de hoy con el terrorismo de Estado y las políticas neoliberales la hicieron posible. Por ello al mismo tiempo nos interpelan los grandes desafíos de continuar haciendo de la Argentina, frente a esas fuertes resistencias, no sólo un país más democrático y menos autoritario, sino también más igualitario y más equitativo. El NUNCA MÁS del Estado y de la sociedad argentina debe dirigirse tanto a los crímenes del terrorismo de Estado -la desaparición forzada, la apropiación de niños, los asesinatos y la tortura- como a las injusticias sociales que son una afrenta a la dignidad humana. El NUNCA MÁS es un vasto programa a realizar por el Estado nacional, por las provincias y municipios y por la sociedad argentina en su conjunto, si queremos construir una Nación realmente integrada y un país más justo y más humano para todos.
    Marzo 2006 SECRETARÍA DE DERECHOS HUMANOS DE LA NACIÓN



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« ... La dictadura cívico-militar del 24 de Marzo de 1976 encontró un país con una deuda externa de 7 mil millones de dólares y cuando se van, en 1983, la dejan con 45 mil millones sobre las espaldas de la sociedad.

» El desempleo era del 3% y la distribución de la renta se compartía casi fifty-fifty entre trabajadores y empresarios.

» Contra los cimientos de ese país de raíz peronista se ejecuta el genocidio.

» No fue contra Isabel ni contra la guerrilla. Que nadie se confunda. Si el golpe se dio en llamar “proceso de reorganización nacional” fue porque venían a cambiar el modelo de acumulación a favor del capital financiero.

» Aquí en el sur, las dictaduras y Martínez de Hoz. Allá en el norte, Kissinger y Rockefeller.

» Ese modelo antisocial es el que la movilización popular de diciembre de 2001 hizo estallar por el aire. De allí, surge el tiempo histórico que explica a Néstor Kirchner y a Cristina Fernández de Kirchner, leyéndolo correctamente y conduciendo victoriosamente el tramo futuro de la historia », finaliza Jorge Giles.

Ni Norma Morandini ni Ernesto Sábato entendieron de qué se trata...



Daniel 
Mancuso








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