martes, 4 de marzo de 2008

DE CÓMO CONOCÍ AL PAPA


Empiecé a trabajar desde muy chico. Mi viejo se fue de casa cuando yo tenía seis años. Con un gallego que vivía al lado de casa, me fui a laburar de lustrabotas en la estación Lanús. Pronto, superé a mi maestro y me gané la simpatía de los clientes. Tuve que abandonar el colegio en segundo grado. Mi vieja cosía para afuera, hacía camisas, y no se levantaba de la máquina de coser ni para ir al baño. Fue una infancia desprovista de juguetes y de ternura. Me agarraba a piñas en el potrero con todos los pibes porque me decían: " tu vieja es una p..." y yo no lo podía soportar (quizás porque sospechaba que fuera cierto, las camisas no daban para todos los gastos de la casa, mis hermanitos, la abuela, el gato y el loro) saltaba enseguida y me enceguecía la ira. Yo no estaba en casa en todo el día, así que nunca supe o no quise saber la verdad, era mejor un final abierto como en las buenas películas.

Mi tío Ruben me llevaba a trabajar con él a la verdulería de la calle San Salvador. Ibamos al mercado muy temprano, en Avellaneda, con una Rastrojero verde muy ruidosa, pero muy simpática. Si la mirabas de frente parecía que te estaba sonriendo, semejaba tener cara de pato feliz. Dos veces por semana, mi excursión al mercado era una aventura fascinante que llenaba de olores y colores las madrugadas de mi niñez.

Me gustaba acomodar las frutas, haciendo figuras geométricas en las estanterias inclinadas para exhibir la mercadería (en eso el tío es un maestro): una gran flor con manzanas verdes y rojas; rombos con naranjas y pomelos; un payaso con cara de zapallitos, ojos de berenjenas, nariz de zanahoria, labios de tomates perita. Lustraba las manzanas verdes, lavaba las papas negras porque venían con mucha tierra, acomodaba las bolsas y los cajones vacíos. Hasta que sucedió algo que me impresionó sobremanera y cambió mi destino.

Tío tenía una perra que se llamaba Perla, una "ratonera", especializada en oler, buscar, detectar y exterminar a los horribles roedores (que según algunos estudiosos, pueblan la tierra en una proporción de 10 a 1 con respecto a los humanos). "Bushca, bushca, Perla" la azuzaba y se encendía la máquina asesina. Idolatrada y amada por mis tíos, por el barrio y todos sus vecinos (casi una diosa profana), a menudo, venían a solicitar sus servicios y el tío horgulloso iba de cacería con la Perla, que nunca fallaba. Encontraba sus presas dentro de un armario o en un gallinero, detrás de un mueble o en un ático intransitable. A la perra, según tío Ruben, solo le faltaba hablar. Se ganó su reputación luego de haber exterminado incontables invasiones de lauchas y ratones indeseables a los lugares más difíciles de acceder para una persona.

Inesperadamente, la Perla se puso como loca, ladraba, olfateaba, resoplaba, iba y venía cerca de unas bolsas de papas que estaban estivadas al fondo del galpón, contiguo a la verdulería. Tío corrío las bolsas para que la perra pudiera buscar detrás, y de pronto, apareció un oscuro hocico y se escuchó un quejido canino (después supimos que había recibido una terrible mordida del asqueroso mamífero) . Yo estaba escondido entre unos cajones de lechuga, tomando coraje, me adelanté y me aferré a las piernas de tío Ruben, espiando temeroso. Perla no se asustó, al contrario redoblaba los ladridos y decidida se zambullía a la feroz batalla que duró eternos quince minutos. Sonidos aterradores salían desde aquel rincón pero no se veía nada, la pelea se desarrollaba furiosa entre papas y cebollas que rodaban asustadas escapando de la trifulca.

Al final, nuestra heroína apareció maltrecha pero triunfante, con su enemiga muerta entre sus dientes: con dificultad arrastraba una enorme masa parda, inerte, de cincuenta centímetros de largo. Nunca más pude entrar al galpón solo. Cuando tió me mandaba a buscar una bolsa de zanahorias o un cajón de acelga, yo ruborizado encuentraba alguna excusa para no ir. Luego de unos días, esgrimí una razón estúpida y renuncié, muy a mi pesar, a las tareas agrocomerciales.

Al tiempo, me fui a Italia en el Giulio Cesare. El viaje de casi un mes en ese trasatlántico de lujo no fue tarea fácil. Resultó poco placentero pasar tantos días entre la pileta de natación y el solarium llenos de parásitos, los restaurantes obscenos, los shows decadentes y los casinos enfermos de codicia. Era una fastuosa lata flotante con una cantidad de idiotas engreídos que se sentían libres, privilegiados (sin embargo estaban atados a sus necios deseos de consumo compulsivos). Había joda todas la noches: al cruzar el ecuador se pusieron todos en pedo, jadeaban y vomitaban sobre los manteles de lino, se reían ridículamente, saltaban y sudaban sin ton ni son, espasmódicamente.

Me aburría. Pasaba las horas apoyado en las barandas de babor, mirando el horizonte, el agua, el cielo. A veces, tirado en una reposera, observaba los hombres foca chapaleando con las señoras ballena en pos de un tiburón inflable que no se dejaba atrapar. Al costado de la piscina, las viejas lagarto se achicharraban felices embadurnadas con cremas importadas de París. El pasaje era en su mayoría un conjunto patético de dibujos animados: vejestorios solitarios con las operaciones necesarias para parecer más jóvenes que ellos mismos medio siglo antes, matrimonios aburridos por años de rutinaria convivencia, patéticos recién casados con sonrisas empalagosas en viaje de bodas.


El viaje no lo pagué, me invitaron. Fue Camilo Tabolaro, un ingeniero mecánico que representaba a una fábrica de tornos, fresadoras y todo tipo de máquinas herramienta con central en Milano. La primera vez que lo vi, salía de la oficina del dueño después de una reunión importante. Me preguntó curioso por lo que tenía en la mano, le expliqué que el mate es una infusión característica de sudamérica y muy difundida en el Río de la Plata. Le dio cierta impresión mezclada con asco, no entendía que todos chuparan de la misma bombilla, sin embargo, lo probó y le gustó, al punto de venir a tomar largas mateadas conmigo cada vez que volvía al taller, en las semanas siguientes.

Hablabamos mucho, me daba buenos consejos, alguno de ellos muy beneficiosos para mí, que inusualmente estaba receptivo y podía escucharlo. Me contaba sobre su familia, sobre su hijo muerto en un accidente de moto, casualmente a mi edad, charlamos sobre un montón de cosas de mi vida y mis problemas. El tipo me adoptó como hijo postizo, se encariño mucho conmigo. Me dijo que le gustaría que lo acompañara a su país, me pagó el viaje y me fui, sin dudarlo, a conocer la península.

Estuve en su casa un año y medio. Vivía cerca del Coliseo. Su mujer, Aida, también me quería y me mimaba tanto que yo llegue a sentirme Vittorio Emanuele II. Dormía en la habitación del finado. Me puse a estudiar, quería terminar la primaria. Conseguí laburo en una lavadería. No pude entrar en la Fiat, porque me bocharon en uno de los test de ingreso. No importaba, estaba en la cuna de la civilización occidental. Después de eso, alquilé una casita vieja en las afueras, con una novia muy intranquila que me volvió loco, se llamaba Renata.

Después, trabajé como lavacopas y ayudante de cocina cerca de lungotevere, en una fonda de unos sicilianos muy agradables y hospitalarios, a cuatro cuadras del castel Sant`Angelo. Allí, iban a almorzar unos curas gordos y borrachines. Entre ellos, estaba uno que siempre charlaba conmigo de calcio, era fanático del Milan y yo hinchaba por la Lazio, entre gritos y bromas nos mofamos uno del otro. Nos hicímos amigos o algo parecido, lo suficiente para que me recomiendara para poder entrar a trabajar en el vaticano en el Corpo della Guardia Svizzera Pontificia. Era ayudante de cocina para mas o menos ciento veinte suizos. Me cansé de pelar papas, kilos de papas, quintales de papas. A veces (muy pocas) cuando no había nada que hacer, si me dejaban, jugaba con ellos al tute. Una tarde, a uno con quien tenía cierta confianza le pedí que me prestara su uniforme, me vestí con él y nos sacamos unas fotos.

El diablo metió la cola justo en ese momento: el Papa quería un té con leche con pan y manteca. No habíamos escuchado el timbre porque estábamos de gran jolgorio en la cocina. Luego de diez minutos de apretar el botón, mandó a un asistente que entró inesperadamente: yo estoba disfrazado, y el tipo me urgía que le llevara la colación a pesar de mis pretextos. Empezé a transpirar de un modo frenético. Sentía que me iba a desvanecer, pero hice un esfuerzo supremo para no tirar la bandeja de plata con todo el servicio.

Entré a la estancia papal en penumbras, temblando de miedo y angustia. A la derecha , en un grupo de sillones estaban sentados algunos señores. Uno de ellos, de uniforme militar, tenía innumerables condecoraciones entre las que se destacaba una cruz gamada dorada, a la altura del corazón, que brillaba como una luciérnaga adentro de un ropero. Un silencio impecable llenaba el momento. De la nada, apareció un obispo que de modo hostil me pidió que dejara las cosas sobre una mesa y me fuera pronto. "El santo padre está bañándose", me dijo secamente.

Entre el mareo y el susto, traté de cumplir el pedido pero me tropezé con una alfombra bizantina del siglo VII, perdí el equilibrio, me tomé desesperado del hombro izquierdo del obispo, voló todo por los aires y, si bien algunas tacitas y cucharitas cayeron en forma aleatoria por distintos sitios de la suntuosa habitación, la manteca y la jalea de membrillo impactaron con precisión de misil estadounidense sobre la blanca salida de baño del representante divino. En el vano de la puerta, entre nubes de vapor y a contraluz, aparecía fantasmagórico el jefe de la cristiandad. Hubiera podido ser una puesta en escena de un music hall rutilante mas es la patética realidad. El de las medallas, sacó una pistola y me apuntó presuroso. Levanté las manos y congelé aterrado cada músculo de mi humanidad. Los demás corrían a refugiarse detrás de los cortinados de terciopelo carmesí. Yo no entiendo polaco pero creo que los insultos fueron para mí, la férrea intencionalidad y las inflexiones severas denotaron cierto enojo manifiesto y extemporáneo en tan emblemática personalidad. Un paparazzi vestido de cardenal, disparaba a mansalva una lluvia de clics, pero coima mediante las fotos no fueron publicadas en el Corriere della sera.

Ipso facto
sentí que estaba en el aire, flotando cual pompa de jabón. Cuatro manos poderosas me sacaban en vilo y recorría los pasillos del Vaticano como en una alfombra mágica. Me depositaron violentamente en una gran habitación con cámara de gesell y un fuerte olor a incienso. Un oscuro sacerdote con cara de sicario desalmado me miraba silencioso sentado en una silla del otro lado de la mesa de chapa. Fumaba y me miraba sin compasión. Llegó otro con un aspecto más despiadado que el primero. Al fondo, custodiando los acontecimientos estaba un gran crucifijo de tres metros de alto. Descolgaron al cristo de barro y me colgaron a mí en su lugar. Un cura enano, camara en mano, filmaba toda la secuencia. Dos monaguillos me alumbraban con sendas linternas para que no se perdiera ningún plano interesante. Comenzó la interpelación: me bombardearon con preguntas y repreguntas durante cuatro horas. Un enorme grabador de cinta abierta giraba lentamente capturando sus gritos y mis súplicas. Supongo que del otro lado del vidrio habría varios siervos de dios observando el interrogatorio. Se sentían risas y aplausos esporádicos. Yo lloraba desconsoladamente y me contradecía conforme me aceleraban las preguntas. Ya no sabía ni cómo me llamaba: sí, no, no sé, respondía sin sincro a los gritos hostiles de los sacerdotes inquisidores que pisaban mis respuestas y no querían escucharme. El enano subido a una escalera de pintor intentaba hacer un primer plano pero la lente se metía en mi boca, quizá para retratar mis alaridos.

Al final, me sacaron de ahí desmayado, no me acuerdo nada. Cuando levanté la cabeza, estaba tirado en una escalinata de mármol. Era de noche, muy tarde o muy temprano, depende de cómo se mire. Al salir hacia la plaza San Pedro, vi a Camilo que me esperaba bajo la columnata de Bernini con el termo y el mate de palosanto que le regalé para su cumpleaños. Su sonrisa tierna me rescató del desconsuelo. Nos fuimos caminando a braccetto cruzando la plaza. Dani...

Dani... dani... dani... levantate, --la voz de papá perfora mis tinieblas, desde el baño mientras se afeita bajo la ducha-- son las siete.



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