sábado, 4 de septiembre de 2010

¿QUÉ NOS PASÓ?



Querida hija,

Cuando era chico pensaba que era posible un mundo mejor. La señora desconocida me saludaba, al pasar por su puerta. Ese señor me sonríó y me devolvió el buenas tardes que le largué de improviso, volviendo de la escuela.

Mi viejo paraba el auto si alguien tenía un problema en la calle. Una tarde un perro mordió la manito del hermano de Leonardo, que vivía enfrente, y lo llevó al hospital, y eso que no se hablaba con la mamá ni con el papá de Leonardo, porque eran malos bichos, envidiosos, y encima después de todo no le dieron ni las gracias.

Las paredes tenían leyendas sobre un señor que volvía pero no lo dejaban. Las fábricas estaban por todas partes, y siempre había batifondo porque los patrones hechaban obreros. Los generales tenían bigotes de morsa y hablaban como emperadores. Mi viejo decía que si volvía el señor que estaba lejos iba a haber festejos y rajaría a las morsas. Nunca más sentí tanta fuerza en un par de letras negras gritando utopías desde un paredón cualquiera. Mística.

En cada cuadra al atadecer, los vecinos tomaban las calles. Eran islas de 3 o cuatro personas, o más, desparramadas en las veredas. Sentados en unas sillitas de madera y mimbre, tomaban mate, hablaban con otros vecinos que hacían lo mismo en la puerta de cada cual, miraban el ocaso, tomaban aire. Había más gente afuera que adentro. Un día, una caminata aleatoria me llevó lejos de casa. Vi una pareja de abuelos sentados, conversando, y les pedí un vaso de agua. Ella dejó todo en el piso, se fue adentro, las puertas abiertas, y regresó con el líquido fresquito y una manzana de premio. El abuelo me había hecho sentar y me convidó un biscochito. Confianza.

Festejábamos Carnaval cada febrero. Subíamos al Rastrojero de mi tío con baldes llenos agua y bombitas para perseguir a las chicas de otros lares que nos esperaban agazapadas detrás de los árboles para una contraofensiva acuosa y risas vengativas. Alegría.

Flotaba en esos días un espíritu cordial, relajado. Cada tanto, las calles estaban movidas y los jóvenes se hacía oir, y a veces, apedreaban a las gorras azules que se ponían delante del camino. Fervor.

¿Qué pasó entre esa convivencia de almas abiertas y las rejas actuales que nos encierran la vida? ¿Por qué me miran desconfiados cuando coinciden nuestros cuerpos en el espacio, cuando me acerco en un esporádico cruce de destinos ciudadanos, cuando pregunto la hora? Miedo.

Cuántas penas soportamos entre aquellas fábricas humeantes y estas manos revolviendo basuras. Tragedia.

Dicen que pasó un Tsunami en etapas, primero fuerte y demoledor, sangriento; después liviano y burbujeante como las espumas del Champagne en las copas de los ricos. Dicen que el viento del consumo falaz les borró los recuerdos del país familia y cada cual cayó en una especie de amnesia autista. Todos nos contagiamos un poco, y alguna huella nos quedó del vientito ese. Soledad.

Menos mal que algunos le pusieron el pecho a la brisa neoliberal y no se enfermaron tanto, y pudieron resistir los gobiernos autoinmunes que asolaron estas tierras. Sin embargo, cada día compruebo los efectos devastadores del tsunami aquel. Egoismo.

El viaje en el subte suele ser un océano de miradas perdidas. En el colectivo, se sentó alguien a mi lado y 50 minutos después no podría confirmar si era hombre o mujer, si vestía de oscuro o con sombrero. Qué retracción. Como un astronauta que se soltó de la cuerda de seguridad y navega por las infinitas aguas del silencio y se hace chiquito chiquito mientras se aleja hacia mundos vacíos, muertos.

Las anteojeras se multiplicaron invisibles. Algunas son portátiles. Las hay con 2 auriculares con un cable conectado a un aparatito que emite música fuerte y abstrae al dueño de los seres circundantes. Las hay con un teclado con letras y números para enviar y recibir mensajes, y ocasionalmente hablarle a una persona que no se encuentra cerca. Hay anteojeras grandes, con 4 ruedas, que llevan gente adentro. Algunas con vidrios oscuros para atravesar la ciudad sin ser identificado y conservar el anonimato.

Hubo una paulatina pérdida de visión. La ceguera colectiva se hizo incontrolable, como una mancha de petroleo en el mar. Algunas cosas se volvieron difusas. La niebla menefreguista las devoró. Cuerpos hediondos tapados con diarios o cartones respiran amaneceres fríos en zaguanes y plazas, pero nadie se detiene. Debajo de un árbol, hay una familia, una casa con living, comedor, dormitorio y servicios, todo chiquito, mínimalista. La gente pasa al costado de los seres que no son, que no están, que no existen porque nadie repara en lo que no se ve. Se volvieron invisibles.

En muchos lugares, cuando uno va de visita, hay un señor adentro de una casita con vidrios que permiten que no sea visto aunque él puede vernos. Tiene un timbre y un micrófono: con este nos habla aunque podría hacerlo sin él si asomara la cabeza; con aquel abre o no la puerta de entrada si logramos convencerlo de nuestra inocencia, previa entrega de documentos y certificado policial de buenos antecedentes.

Las noches sí, se parecen a las de mi tierna infancia. Pero hay una diferencia, antes sólo los chicos teníamos miedo a la oscuridad, a una sombra. Ahora son los grandes los que ven el cuco por todas partes, pegan un grito quizás, por un gato que sin querer pisó una ramita que parecía denotar la presencia del hombre de la bolsa a punto de secuestrar a la señora que se bajó del auto con el corazón en la mano mientras su marido esgrime una escopeta al costado del portón y el nene mayor cronómetro en mano toma el tiempo de la supuesta proeza.

No entiendo porqué al llegar a casa, mi suegra irritada repite la gastada frase: ya no se puede vivir más. Y me empuja hacia la tele para que vea los crímenes repetidos que yo ya ví a las 7 de la mañana antes de salir a trabajar, y los volveré a ver antes de acostarme y mañana al desayuno. ¿Será que tienen el disco rayado o se les trabó la compactera? Es cierto que el público se renueva pero hace 40 años que hay una vieja almorzando por televisión con los mismos invitados. No se aburren los televidentes de escuchar las mismas preguntas de la señora, cada vez más arrugada y más absurda.

Me encontré los otros días, en la feria del parque, con una compañera de la primaria. Qué lindo. Nos abrazamos al principio, pero reculó enseguida, ya no es la nena de guardapolvo almidonado y no corresponde hacer esas manifestaciones afectuosas, después de 9 lustros, a pesar de que nos habíamos sentado juntos desde primero a sexto grado. Vive a sólo 5 cuadras de casa. Me pidió el feisbuk para que nos contemos nuestras cosas. La invité a casa pero dijo que no tiene tiempo, que mejor un mail y así estamos conectados.

Tengo un montón de amigos queridos que viven en la ciudad a minutos de distancia, pero a siglos de encuentros sin tensiones, por estar no más. Pareciera que los encuentros porque sí han pasado de moda, que no tiene mucho sentido gastar el tiempo para mirar a los ojos a un ser querido, y tener ganas de escucharlo, no importa lo que diga, escucharlo. Y viceversa, claro. Si es amigo pensamos igual en algunas cosas, pero ante todo la reciprocidad. Lástima, viven muy ocupados, ni el correo electrónico contestan.

Empero, el ágora no se perdió. Hay un sitio donde podemos ser cada uno, y ser muchos, y ser uno todos juntos. Y pensar en el otro por un momento. Y sentirnos como en casa, codo a codo, muy apretados.

Gracias a Dios volvieron las marchas. Volvió la calle a cobrar sentido. De tanto en tanto, le ganamos el asfalto a los autos y colectivos. Agitamos banderas, cantamos un poco o mucho según la garganta, y volvemos a casa repletos de esperanzas (después del orador o no, no es lo más importante). Allí encontrar una cara amiga es una fiesta, a los gritos en los oídos para que el otro nos escuche. Estar juntos y perdernos luego, sin darnos cuenta. En ningún otro lugar se goza tanto estar rodeado de desconocidos como en una marcha. Jamás disfruté los ruidos de ese modo, los bombos y las explosiones, como cuando se mezclan mil cantos y consignas todas juntas. Nunca. Es un sentimiento que vuelve desde el pibe que fuí, allá lejos y hace tiempo.

Parece que algunos recuperamos la memoria y las ganas de recuperar lo que perdimos, lo que nos falta...

Daniel Mancuso

1 comentario:

emiliano dijo...

habría que averiguar bien como es la cosa en Brasil. Ellos tienen 10 veces más de asesinatos cada 100.000 habitantes, ¿estarán tan asustados, perseguidos, como nosotros que hemos entrado la silla con el mate de la vereda al comedor? Me intriga eso. Si no, se explica con la manija que le dan acá los medios; pero a su vez en Brasil está el imperio O'Globo que no creo que sea menos amarillista que los de acá. No sé. Alguien conoce bien como se da allá?

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